Evangelio según San Mateo 18,12-14.
Jesús
dijo a sus discípulos:
¿Qué les parece? Si un hombre tiene cien ovejas, y una de ellas se pierde, ¿no deja las noventa y nueve restantes en la montaña, para ir a buscar la que se extravió?
Y si llega a encontrarla, les aseguro que se alegrará más por ella que por las noventa y nueve que no se extraviaron.
De la misma manera, el Padre que está en el cielo no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños.
¿Qué les parece? Si un hombre tiene cien ovejas, y una de ellas se pierde, ¿no deja las noventa y nueve restantes en la montaña, para ir a buscar la que se extravió?
Y si llega a encontrarla, les aseguro que se alegrará más por ella que por las noventa y nueve que no se extraviaron.
De la misma manera, el Padre que está en el cielo no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños.
COMENTARIO:
Este Evangelio
de Mateo, con la parábola de la oveja perdida, viene a continuación de la
explicación que hizo Lucas ayer, sobre el misterio de la Encarnación. Y es que
un texto, que manifiesta el amor y la misericordia de Dios por los hombres que
se habían perdido, es la consecuencia del otro, que es la Encarnación del Verbo
que viene a su encuentro. Dios se desvive, y nunca mejor dicho, para salvar a
todos los seres humanos, sin ninguna distinción.
Pero las
palabras de Jesús van mucho más allá, y se abren a una nueva expectativa: y es
que el Señor no se cansa jamás, de salir en nuestro socorro. Es ese Pastor que
cuida con amor a sus ovejas, y siempre está pendiente de las situaciones
difíciles y peligrosas, en las que nos encontramos. Por eso nosotros, no somos
nadie para juzgar y mucho menos sentenciar, lo que oculta el alma de una
persona. Ya que para paliar su sufrimiento y devolverla al redil, el Señor
partió sin tardanza, por los caminos de la tierra.
No es sólo una
cuestión de dar, sino de darse; manifestando con los hechos que la felicidad no
consiste en tener o no caer, sino en la voluntad de levantarse siempre y descansar
en manos de la Providencia. Es esa certeza profunda de que, aunque nosotros nos
alejemos de Dios, Dios nunca se aleja de nosotros. Camina a nuestro lado en
silencio; observando nuestros errores e iluminando nuestro conocimiento para
que, en el momento oportuno, seamos capaces de “ver” y de arrepentirnos. Porque
Jesús no fuerza libertades, pero no abandona –con respeto y constancia- a
aquellos que por las circunstancias, se han alejado de su conmiseración.
Tú y yo hemos
elegido en libertad, ser discípulos de Cristo. Nos hemos comprometido a tomar
ejemplo del Maestro y continuar su labor, propagando la Buena Nueva de su
Evangelio. Y lo hemos hecho porque somos Iglesia, y como Iglesia tenemos la obligación
de difundir la fe; sobre todo a aquellos que ya la han abrazado y a los que por
las dificultades, la han abandonado. Hemos de emular a Dios, porque estamos
creados a su imagen; y hemos de tomar a Nuestro Señor como paradigma de todos nuestros
actos, porque eso es lo que significa ser cristiano. Por nuestro mismo nombre
se nos exige, proclamar e imitar la caridad de Cristo: y el Maestro no se queda
indiferente ante la oveja que se aleja del rebaño y vaga errante por la tierra,
sino que, renunciando a sus necesidades, parte sin dilación a su encuentro. Y eso,
hermanos míos, es el apostolado.
El Padre nos ha
llamado, de forma especial desde estos textos, para que de una vez te decidas a
rendir tu voluntad y entregarte a la Suya. Quiere que desde la oración, decidas
dónde, cómo y cuándo es mejor para servirle. Pero que, sea donde sea, te lances
al mundo sin miedo y sin vergüenzas, para proclamar su Gloria. Solamente nos
salvará y nos devolverá la alegría a los hombres, descubrir la Verdad divina
que se esconde en cada momento, situación y sufrimiento. Cristo nos exige la
solidaridad que es fruto de la filiación divina, y nos reclama el amor, que es
la identidad de la familia cristiana. Este mundo sólo será mejor, si ponemos a
Dios en el interior de las personas, de las instituciones, de la familia. El
Señor nos urge a partir ¡No te retrases!