19 de diciembre de 2014

¿Qué recogerás tú?



Evangelio según San Lucas 1,5-25.


En tiempos de Herodes, rey de Judea, había un sacerdote llamado Zacarías, de la clase sacerdotal de Abías. Su mujer, llamada Isabel, era descendiente de Aarón.
Ambos eran justos a los ojos de Dios y seguían en forma irreprochable todos los mandamientos y preceptos del Señor.
Pero no tenían hijos, porque Isabel era estéril; y los dos eran de edad avanzada.
Un día en que su clase estaba de turno y Zacarías ejercía la función sacerdotal delante de Dios,
le tocó en suerte, según la costumbre litúrgica, entrar en el Santuario del Señor para quemar el incienso.
Toda la asamblea del pueblo permanecía afuera, en oración, mientras se ofrecía el incienso.
Entonces se le apareció el Ángel del Señor, de pie, a la derecha del altar del incienso.
Al verlo, Zacarías quedó desconcertado y tuvo miedo.
Pero el Ángel le dijo: "No temas, Zacarías; tu súplica ha sido escuchada. Isabel, tu esposa, te dará un hijo al que llamarás Juan.
El será para ti un motivo de gozo y de alegría, y muchos se alegrarán de su nacimiento,
porque será grande a los ojos del Señor. No beberá vino ni bebida alcohólica; estará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre,
y hará que muchos israelitas vuelvan al Señor, su Dios.
Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto".
Pero Zacarías dijo al Ángel: "¿Cómo puedo estar seguro de esto? Porque yo soy anciano y mi esposa es de edad avanzada".
El Ángel le respondió: "Yo soy Gabriel , el que está delante de Dios, y he sido enviado para hablarte y anunciarte esta buena noticia.
Te quedarás mudo, sin poder hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, por no haber creído en mis palabras, que se cumplirán a su debido tiempo".
Mientras tanto, el pueblo estaba esperando a Zacarías, extrañado de que permaneciera tanto tiempo en el Santuario.
Cuando salió, no podía hablarles, y todos comprendieron que había tenido alguna visión en el Santuario. El se expresaba por señas, porque se había quedado mudo.
Al cumplirse el tiempo de su servicio en el Templo, regresó a su casa.
Poco después, su esposa Isabel concibió un hijo y permaneció oculta durante cinco meses.
Ella pensaba: "Esto es lo que el Señor ha hecho por mí, cuando decidió librarme de lo que me avergonzaba ante los hombres".

COMENTARIO:

  Desde las primeras líneas de este Evangelio de san Lucas, podemos observar esta característica tan suya, tan propia, que sitúa todos los hechos que quiere narrarnos, en el perfecto marco de la historia. De esta manera localiza en el reinado de Herodes, en el turno de Abías en el Templo, el ejercicio del sacerdocio de Zacarías. Y conociendo la importancia que tenía para los judíos la pertenencia y la genealogía que los unía a las tribus primigenias de la formación de Israel, posiciona a Isabel, como descendiente de la tribu de Aarón.

  Este hecho que a simple vista puede parecernos sin importancia, es fundamental para el escritor sagrado, ya que quiere transmitirnos la seguridad y la veracidad de su narración. Desea que quede claro, a todos aquellos a los que va dirigido su Evangelio que, a pesar de que transmite fielmente lo que le ha comunicado san Pablo, él ha sido escogido e inspirado por el Espíritu Santo, para hacernos llegar Su Palabra. Y la Palabra divina se puede localizar en el tiempo y en el espacio, porque Dios ha querido valerse de la historia, para poder situar la Redención. No hablamos de una quimera, de una idea, o de una filosofía; sino que hablamos de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, cuya vida, muerte y resurrección no sólo nos ha sido contada por sus discípulos, sino por aquellos que le odiaron y terminaron con Él.

  Nos cuenta Lucas, cómo Zacarías y su mujer –que era prima de la Virgen María- eran justos y piadosos. Cómo descansaban en la Providencia, y aceptaban sus designios. Por eso ambos, habían perdido la esperanza –debido a su vejez- de tener descendencia. No hay que olvidar que, a diferencia de lo que ocurre ahora, un hijo era un regalo divino que fortalecía la familia y era fruto de nuevas alegrías; por lo que no poder engendrar un vástago, era considerado castigo divino y una vergüenza familiar. Pero Dios, en ese momento  oportuno para llevar a cabo los planes de la salvación, interviene de manera extraordinaria en sus vidas y, manifestando que es un hecho sobrenatural, envía a su Ángel para que le haga saber que va ser padre. Que va a tener un hijo, al que llamará Juan, que quiere decir “Dios con nosotros”, y al que el Altísimo ha elegido, desde antes de todos los tiempos, como precursor del Mesías e instrumento de la Redención.

  Como veréis, esta escena parece un anticipo de la Anunciación, que en unos meses recibirá Santa María. Pero en ella se podrán observar unas diferencias tremendas, debidas a las distintas actitudes interiores de aquellos que reciben la noticia: la incredulidad de Zacarías, y el deseo de servir fielmente a Dios, al que se había entregado la Virgen. Uno desea y pide una prueba, para poder creer y aceptar un hecho que contradice la propia naturaleza; y, en cambio, María le recuerda al Ángel su compromiso virginal. Pero ambas familias, cada una con las particularidades que Dios ya ha tenido en cuenta, elegidas como camino para la culminación de las promesas divinas. Ha querido el Señor que este vaticinio, fuera en el Templo; como símbolo del cumplimiento de la Alianza con el Pueblo de Israel. Como unión, fusión y comienzo de ese Nuevo Testamento, que descansa en el Antiguo.

  Tal vez a nosotros, sin que nos hayamos percatado de esta manera tan sobrenatural, también se nos ha pedido continuar y expandir la obra divina de la salvación; y tal vez, como Zacarías, le hemos pedido al Señor una prueba clara y contundente para permitirle actuar a través de nuestra pobre persona. Quizás sería conveniente repasar en cada minuto de nuestra vida, si hemos sido capaces de seguir, aunque sólo haya sido en parte, ese ejemplo humilde, confiado y, sobre todo, entregado, de esa maravillosa doncella de Nazaret, que es Nuestra Madre. No nos quejemos si somos mezquinos; porque cada uno recogerá, como nos advierte el Evangelio, aquello que haya sembrado.