22 de diciembre de 2014

¿Tienes un sí para tu Dios?



Evangelio según San Lucas 1,46-56.  

"Mi alma canta la grandeza del Señor,
y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador,
porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora.
En adelante todas las generaciones me llamarán feliz".
Porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas:
¡su Nombre es santo!
Su misericordia se extiende de generación en generación
sobre aquellos que lo temen.
Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón.
Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes.
Colmó de bienes a los hambrientos
y despidió a los ricos con las manos vacías.
Socorrió a Israel, su servidor,
acordándose de su misericordia,
como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia para siempre".
María permaneció con Isabel unos tres meses y luego regresó a su casa.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Lucas, se debe situar en esos momentos en los cuales María, que había ido a visitar a su prima, se siente llena del Espíritu Santo y entona ese canto maravillosos, que la Iglesia ha llamado: el “Magníficat”; y que ha quedado como modelo de oración.

  Instantes antes, el Paráclito había iluminado a Isabel y a su hijo –que saltó de gozo en su vientre-  para descubrir que aquella muchacha que se encontraba en su presencia y, de forma sorprendente, se había convertido en la Madre de Dios.

  La Virgen, con sus palabras, evoca algunos pasajes del Antiguo Testamento; porque ha conocido que en la aceptación de la voluntad divina, el Verbo se ha encarnado y ha dado cumplimiento a las promesas que Dios había anunciado a sus profetas. María, como todos aquellos que están llenos de Gracia, se siente exultante; y su corazón entra en un éxtasis, donde resplandece el misterio del Altísimo. Pero es que la Joven Doncella, que se sabe esclava del Señor con un amor rendido, descubre que su relación con la Trinidad es única, sublime e irrepetible. Ella ha sido escogida y creada, con esta finalidad, para ser Madre de Cristo y, por ello, motivo de perpetua bienaventuranza.

  La Virgen inunda, con su mensaje, a la humanidad entera con un brillo de esperanza: Dios ha tomado partido por los humildes, por los que sufren y saben desprenderse hasta de sí mismos, por amor al Señor. Nos descubre que el Todopoderoso es rico en misericordia, y que siempre está dispuesto a escucharnos y entregarnos su perdón. María revela el Ser de Dios, que se ha dado a los hombres en una locura de amor.

  Nos sorprende con un Dios cercano y personal, que está pendiente de sus hijos. Que cuando pone sus “ojos” en la humildad de aquellos que se sustentan en su fuerza, hace de ellos y con ellos, maravillas. Por eso, ante esas palabras que surgen de un corazón lleno del Espíritu Santo, los hombres podemos tener esperanza en conseguir la Gloria que se nos ha prometido. Nada debe detenernos, en el cumplimiento fiel de nuestros deberes: ni nuestra fragilidad, ni nuestras flaquezas, ni tan siquiera nuestras traiciones, porque tenemos la seguridad de poder alcanzar la meta, si el Señor se encuentra a nuestro lado.

  Y como se intuye en el Magníficat, el secreto está en permanecer en la Gracia divina. Por eso, y sólo por eso, Jesucristo dejará su salvación en la Iglesia, a través de los Sacramentos. Cada uno de ellos es indispensable para que el Señor anide en nuestro corazón y, junto a Él, seamos capaces de cambiar este mundo de pecado, por uno repleto de virtud. Solamente se necesita que, con María, cambiemos uno a uno, el alma de las personas. Que pongamos paz donde hay violencia; verdad, donde sólo existen apariencias y alegría, donde sólo se vive la tristeza.

  Es necesario que, con la Virgen Santísima, entonemos allí donde estemos, la realidad del Evangelio. Y que seamos capaces de superar nuestro egoísmo, para correr y ayudar a todos aquellos que nos necesitan. La Madre de Dios se olvidó de sí misma, para estar al lado de su prima que, ya mayor, estaba encinta. Nos insta a mirar a los demás; a preocuparnos de sus vidas, aunque ellos no se ocupen de mejorarlas. Fue esa actitud, que surge de un interior limpio, bueno, generoso, humilde y entregado, el que hizo que todo un Dios elevara a la Madre de su Hijo, a Reina del Cielo. Porque el Señor elige, pero no condiciona nuestro sí, que espera que surja de un amor desinteresado. ¿Tienes un sí, para tu Dios?