C
A P I T U L O V I I
Acabo
de colgar el teléfono, tras hablar con una amiga, y me ha dejado en el corazón
la necesidad de trasmitiros la importancia que tiene la vida sobrenatural para
hacer frente a las graves dificultades que a lo largo de la vida se nos
presentan.
Hace veinticinco años que lucha con alegría contra una gravísima
enfermedad de su hijo mayor, que lo tiene postrado en una silla de ruedas,
privado no sólo de la movilidad de sus extremidades, sino del bendito don de la
palabra. En todo este tiempo no la he visto rendirse jamás, al contrario, ha
hecho de este sufrimiento su fuerza y su punto de unión familiar, generando un
ambiente a su alrededor de cariño donde se han fomentado un montón de virtudes
humanas. Reconoce, con humildad, que su fuerza interior no proviene de ella
sino de la identificación de su voluntad a la de Dios.
A veces pienso que se asemeja al funcionamiento de un circuito de
calefacción: La caldera, cuyo termostato detecta la falta de calor, enciende
las llamas y envía el agua caliente a los radiadores que lograrán caldear el
ambiente y conseguir la temperatura idónea, provocando una sensación de
bienestar en el entorno. Sería absurdo pensar que los radiadores por sí solos
son los causantes de este efecto. Es su esperanza y su descanso en la
Providencia, la que logra que su casa, a pesar de las dificultades, se impregne
de esa alegría cristiana que consiguió cambiar el mundo pagano.
Es la fe la que nos lleva a la gracia, don de Dios, que nos da la fuerza
para conseguir repetir una serie de actos buenos a través de nuestra voluntad.
Y así engendramos los hábitos que, al enraizarse en nuestra naturaleza, se
convierten en virtudes: columnas para sostener el edificio de la convivencia
feliz entre el género humano. Pero todas
las virtudes humanas deben beber de las
divinas, tomando ejemplo constante del propio Cristo que nos enseña que la base
en la que Dios quiere que estén edificadas, sea la caridad.
Somos muchas veces educados, alegres, veraces, humildes o laboriosos, no
por nosotros mismos, sino para facilitar la vida a los demás que, como nos dice
el Evangelio, son nuestros hermanos. Ya que perder unos minutos cuando alguien
nos pregunta una dirección en una calle cualquiera y responderle con una
sonrisa, facilita que encuentre su destino; abrir una puerta y ceder el paso a
un desconocido o desconocida que se encuentra detrás nuestro, es un signo de
deferencia que no deja indiferente; así como ofrecer nuestro asiento, cuando
sabemos que otro puede necesitarlo más
que nosotros, ya sea por su edad o por su estado físico.
Como veréis todo se resume en olvidarnos de nosotros mismos; a no desear
ser siempre los primeros en todo. Y para ello nada mejor que aprender del
propio Cristo que, si lo pedimos, nos ayudará con su gracia; aunque es cierto
que podemos tener la disposición de recibir muy poca. Os voy a poner un ejemplo
gráfico: El mar es inmenso, pero si nosotros vamos con un dedal, la cantidad
que conseguiremos será mínima; si vamos con un cubo será mayor y si decidimos
llevar un camión cisterna, seguro que podremos hasta repartir a los demás. ¡Todo
depende de nuestra actitud!
Me pongo enferma cuando oigo hablar mal de la juventud. Nos quejamos
como si la falta de años fuera directamente proporcional a la mala educación y
a la falta de buenos sentimientos ¡La culpa no es de ellos! Desde niños abren
sus grandes ojos al mundo, recibiendo la información que guardan en su alma,
que es como una esponja, para luego elaborarla y aprender a vivir. Pero
cometemos el error de pensar que aprenden de nuestras palabras, cuando en
realidad el mensaje que reciben es el que les mandamos con nuestros ejemplos.
Si no sabemos poner una mesa con detalle y buen gusto, para que al
reunirse la familia a comer disfruten de ese momento, escaso en el tiempo, que
facilita la conversación entre todos sus miembros… Si no sabemos negarnos
caprichos a nosotros mismos, no porque no podamos comprarlos, sino porque
deseamos carecer de lo superfluo… Si cuando suena el teléfono, en medio de una
interesantísima escena televisiva, obligamos a nuestros hijos a decir que no
nos encontramos en casa… Será imposible hablarles de laboriosidad, de sobriedad
o de veracidad.
Ya que a sus ojos, seremos unos hipócritas. Recordad que los que no viven como
piensan, están condenados a pensar cómo viven; y eso es muy peligroso. Por ese
motivo, en los próximos capítulos, voy a intentar desgranaros algunas de las pequeñas virtudes humanas; por
si os pueden ayudar a retomar el principio básico de la educación, que es el
amor con el que hacemos las cosas, para facilitar el conocimiento de los que nos
escuchan.
Amor que no es permisividad mal entendida para evitar enfrentamientos,
sino la responsabilidad de hacer esculturas preciosas picando, con delicadeza y
cariño, los bloques de mármol que Dios nos ha confiado a padres y educadores.