1 de diciembre de 2014

¡Capítulo Séptimo!



C A P I T U L O       V I I


  Acabo de colgar el teléfono, tras hablar con una amiga, y me ha dejado en el corazón la necesidad de trasmitiros la importancia que tiene la vida sobrenatural para hacer frente a las graves dificultades que a lo largo de la vida se nos presentan.

  Hace veinticinco años que lucha con alegría contra una gravísima enfermedad de su hijo mayor, que lo tiene postrado en una silla de ruedas, privado no sólo de la movilidad de sus extremidades, sino del bendito don de la palabra. En todo este tiempo no la he visto rendirse jamás, al contrario, ha hecho de este sufrimiento su fuerza y su punto de unión familiar, generando un ambiente a su alrededor de cariño donde se han fomentado un montón de virtudes humanas. Reconoce, con humildad, que su fuerza interior no proviene de ella sino de la identificación de su voluntad a la de Dios.

  A veces pienso que se asemeja al funcionamiento de un circuito de calefacción: La caldera, cuyo termostato detecta la falta de calor, enciende las llamas y envía el agua caliente a los radiadores que lograrán caldear el ambiente y conseguir la temperatura idónea, provocando una sensación de bienestar en el entorno. Sería absurdo pensar que los radiadores por sí solos son los causantes de este efecto. Es su esperanza y su descanso en la Providencia, la que logra que su casa, a pesar de las dificultades, se impregne de esa alegría cristiana que consiguió cambiar el mundo pagano.

  Es la fe la que nos lleva a la gracia, don de Dios, que nos da la fuerza para conseguir repetir una serie de actos buenos a través de nuestra voluntad. Y así engendramos los hábitos que, al enraizarse en nuestra naturaleza, se convierten en virtudes: columnas para sostener el edificio de la convivencia feliz entre el género humano. Pero todas las virtudes humanas deben  beber de las divinas, tomando ejemplo constante del propio Cristo que nos enseña que la base en la que Dios quiere que estén edificadas, sea la caridad.

  Somos muchas veces educados, alegres, veraces, humildes o laboriosos, no por nosotros mismos, sino para facilitar la vida a los demás que, como nos dice el Evangelio, son nuestros hermanos. Ya que perder unos minutos cuando alguien nos pregunta una dirección en una calle cualquiera y responderle con una sonrisa, facilita que encuentre su destino; abrir una puerta y ceder el paso a un desconocido o desconocida que se encuentra detrás nuestro, es un signo de deferencia que no deja indiferente; así como ofrecer nuestro asiento, cuando sabemos que otro puede  necesitarlo más que nosotros, ya sea por su edad o por su estado físico.

  Como veréis todo se resume en olvidarnos de nosotros mismos; a no desear ser siempre los primeros en todo. Y para ello nada mejor que aprender del propio Cristo que, si lo pedimos, nos ayudará con su gracia; aunque es cierto que podemos tener la disposición de recibir muy poca. Os voy a poner un ejemplo gráfico: El mar es inmenso, pero si nosotros vamos con un dedal, la cantidad que conseguiremos será mínima; si vamos con un cubo será mayor y si decidimos llevar un camión cisterna, seguro que podremos hasta repartir a los demás. ¡Todo depende de nuestra actitud!

  Me pongo enferma cuando oigo hablar mal de la juventud. Nos quejamos como si la falta de años fuera directamente proporcional a la mala educación y a la falta de buenos sentimientos ¡La culpa no es de ellos! Desde niños abren sus grandes ojos al mundo, recibiendo la información que guardan en su alma, que es como una esponja, para luego elaborarla y aprender a vivir. Pero cometemos el error de pensar que aprenden de nuestras palabras, cuando en realidad el mensaje que reciben es el que les mandamos con nuestros ejemplos.

  Si no sabemos poner una mesa con detalle y buen gusto, para que al reunirse la familia a comer disfruten de ese momento, escaso en el tiempo, que facilita la conversación entre todos sus miembros… Si no sabemos negarnos caprichos a nosotros mismos, no porque no podamos comprarlos, sino porque deseamos carecer de lo superfluo… Si cuando suena el teléfono, en medio de una interesantísima escena televisiva, obligamos a nuestros hijos a decir que no nos encontramos en casa… Será imposible hablarles de laboriosidad, de sobriedad o de veracidad.

  Ya que a sus ojos, seremos unos hipócritas. Recordad que los que no viven como piensan, están condenados a pensar cómo viven; y eso es muy peligroso. Por ese motivo, en los próximos capítulos, voy a intentar desgranaros algunas de las pequeñas virtudes humanas; por si os pueden ayudar a retomar el principio básico de la educación, que es el amor con el que hacemos las cosas, para facilitar el conocimiento de los que nos escuchan.

  Amor que no es permisividad mal entendida para evitar enfrentamientos, sino la responsabilidad de hacer esculturas preciosas picando, con delicadeza y cariño, los bloques de mármol que Dios nos ha confiado a padres y educadores.