29 de julio de 2014

¡El Señor, simplemente, nos llama!



Del santo Evangelio según san Mateo 13, 36-43


En aquel tiempo, Jesús dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle: Acláranos la parábola de la cizaña en el campo. Él les contestó: El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será al fin del tiempo: el Hijo del Hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su Reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga.



COMENTARIO:



  Este Evangelio de Mateo, a pesar de ser una continuación de los que hemos venido contemplando en estos días, desarrolla varios puntos que, por sí mismos, son muy interesantes de meditar. Ante todo vemos la actitud de aquellos discípulos que no se conforman con oír, sino que quieren interiorizar las palabras escuchadas, para hacerlas vida. Y, por ello, insisten al Maestro para que les explique la realidad que se esconde dentro de su mensaje. Todos nosotros, por el Bautismo, hemos sido elevados a la altísima dignidad de hijos de Dios, y hemos recibido de Jesús, la tarea de expandir su Reino y acercar a nuestros hermanos a la salvación, que el Señor ganó para nosotros en la Cruz.



  Pero hacerlo no es tarea fácil; y, a pesar de que la luz del Espíritu y la fuerza que nos imprime su Gracia, son los motores que mueven el barco de nuestra fe y nuestro apostolado, Dios quiere que cada uno de nosotros ponga los medios a su alcance –el esfuerzo personal- para conseguirlo. Y esos medios son la escucha de la Palabra y la recepción de los Sacramentos. Ahora bien, debemos recordar que lo que recibimos no es letra muerta, sino la revelación viva de Dios en Jesucristo; y, por eso, es imprescindible apartar el velo del misterio y profundizar en su contenido. Nadie sigue alimentándose de la leche materna –que fue casi indispensable en una etapa de nuestra vida-, cuando pone años, experiencia y maduración. Y no lo hace, porque sus necesidades han variado; y ahora requiere otros productos para su manutención. Y lo peor es que, no hacerlo, conlleva la muerte. Pues en la fe ocurre lo mismo. Hemos de enriquecernos a través de una cultura religiosa que ilumine la oscuridad de la ignorancia, que es la causa y el motivo de la mayoría de las increencias y los malos entendidos. El Maestro nos exige, con y por amor, que recurramos a todas las explicaciones que guarda el depósito de la fe de la Iglesia. Para eso lo dejó y, por ello, nos espera en la historia, la liturgia y la vida sacramental.



  El Señor nos habla, en la parábola, de la fidelidad a su mensaje; del seguimiento a su Persona; de hacer oídos sordos a aquellos “cantos de sirenas” que, aunque agradables y satisfactorios, solamente buscan nuestra perdición. No podemos olvidar que seguir al Maestro, siempre nos conducirá a sobrellevar, a su lado, la cruz de cada día. Pero aceptar y asumir la voluntad divina, como nuestra, equivale a encontrar la felicidad y descansar en la Providencia, aquí en la tierra; con la seguridad de que alcanzaremos la Gloria, allí en el Cielo.



  Porque Jesús nos deja claro, otra vez más, que nuestros actos –que deben el fiel reflejo de nuestro sentir- son las pruebas meritorias de nuestra libertad, para decidir nuestro futuro. Y ese futuro será una ampliación eterna e infinita del amor derramado; o un odio y una maldad insoportable, donde nos consumiremos en una inacabable desdicha. No podemos vivir a espalda de la realidad divina, como si lo manifestado por Dios no fuera con nosotros; y, como no nos conviene lo que nos transmite la Iglesia, discutir con semánticas absurdas, la Palabra hablada y escrita, que nos ha llegado por aquellos que fueron testigos y nos precedieron en la fe. Cristo nos llama a brillar como el sol; a ser eslabones de esa cadena que une el cielo con la tierra. Nos llama a ser suyos y, por ello, de Dios. El Señor simplemente…¡Nos llama!