22 de mayo de 2015

¿Me amas?

Evangelio según San Juan 21,15-19. 


Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos, después de comer, dijo a Simón Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?". El le respondió: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis corderos".
Le volvió a decir por segunda vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?". Él le respondió: "Sí, Señor, sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas".
Le preguntó por tercera vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?". Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: "Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas.
Te aseguro que cuando eras joven, tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras".
De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: "Sígueme
". 

COMENTARIO:

  Todo lo que el Señor nos cuenta en este Evangelio de san Juan, debe servirnos -a todos los cristianos- para gozar de una paz y una tranquilidad inmensas. Porque a través de sus palabras, el Maestro nos demuestra que cuando escoge a sus amigos, para que caminemos a su lado, se rige por un criterio muy distinto al que utilizan el resto de los hombres. Y eso ocurre, porque Jesús es capaz de ver nuestro interior; de observar nuestras posibilidades. Aquello que somos, y lo que hubiéramos podido llegar a ser si las circunstancias de nuestra vida hubieran sido distintas.

  Él sabe de verdad, lo que se esconde en el fondo de nuestro corazón; el pasado, el presente y el futuro, que con nuestra libertad y su Gracia, se puede convertir en un mar donde no se alcanza a ver la orilla: inmenso, y sin nada que limite nuestra esperanza, nuestros proyectos. Y es que Cristo confía en nosotros, aún cuando nosotros hemos dejado de hacerlo. Por eso le pregunta a Pedro, si es capaz de superar su fragilidad y entregarse a su amor sin condiciones, sin miedos. Se lo repite varias veces, porque quiere que el Pontífice se reafirme en ese convencimiento, del que el Maestro no tiene ninguna duda. Sabe de lo que va a ser capaz de hacer su Apóstol; ése al que le vino muy bien comprobar que nada valía, sin la fuerza del Espíritu.

  Al igual que uno quiere aprender, cuando es consciente de que no sabe, aquí ocurre lo mismo ante las cosas de Dios: Le pedimos ayuda para que nos haga fieles al compromiso adquirido, cuando comprobamos –con dolor- que somos capaces de fallar, de ignorar, de equivocarnos y de huir. El soberbio que cree que nadie puede enseñarle nada, porque lo sabe todo, está condenado a ser un ignorante. Y aquel que piensa que tiene la fuerza del convencimiento que da la razón, sucumbe. Porque la fe es un don que el Señor nos regala, y que sólo se mantiene disfrutando de su Presencia: con la oración, con la recepción de la Palabra y en la convivencia con Jesús Sacramentado.

  ¡Qué maravilla que el Hijo de Dios escoja a los suyos! Que nos haya llamado a formar parte de su Reino; a ser sus discípulos y a convertirnos en sus hermanos, por el Bautismo. Porque eso quiere decir que, como ocurrió con san Pedro, sabe que aprenderemos de nuestros errores. Que, como hizo aquel que fue Piedra de la Iglesia, nos arrepentiremos y lucharemos sin descanso, para ser fieles a la misión encomendada. Bien hubiera podido el Maestro, buscar a unas personas sobresalientes y reconocidas para edificar su Iglesia, pero quiso salir al encuentro de unos pescadores que sólo tenían un corazón enorme y una inquietud por encontrar al Mesías. Y eso es lo que quiere Jesús de nosotros: ese desasosiego que busca sin descanso la mano de la Providencia en todas las cosas creadas. Que necesita descubrir el verdadero sentido de todo, y no se conforma con explicaciones vanas y superfluas. Que escudriña sin descanso, y es capaz de descubrir a Dios en la historia.

  Jesús, a través de Pedro, nos pregunta –como le preguntó a él- si estamos dispuestos a amarle de verdad, sin condiciones. Y amarle de verdad –fijaos como lo plantea el Señor- equivale a vivir y transmitir su Evangelio. A apacentar sus ovejas y reunirlas en el redil –la Iglesia- donde se encuentran seguras y a salvo de los lobos y de otros depredadores. Si no somos apostólicos, en y con nuestra vida, de nada nos sirve clamar al Altísimo y decirle que le queremos. Porque el Señor nos repite sin descanso, que ser cristiano es amar a nuestros hermanos y, por ello, transmitirles la fe. Me gustaría que hiciéramos todos, un examen de conciencia; y pensáramos que pasaría, si ahora el Maestro entrara en nuestro interior y nos hiciera esta pregunta: “¿Me amas?”. ¿Crees que podrías responderle como hizo Pedro, y decirle que sí? Asume lo que deberías extirpar y lo que deberías fomentar en tu sentir y tu actuar. Porque ahora, aún estás a tiempo. El Señor nos insta a tener esa coherencia, que es fruto de la lucha que movió al apóstol a regresar a Roma, para ser crucificado. Y piensa que dudó, que sintió más que miedo, terror. Pero la Gracia fortaleció su voluntad, y el amor puso alas en sus pies. Él no volvería a defraudar a su Maestro…

  Termina el texto con una petición de Jesús a los suyos:”¡Sígueme!”. Petición a la que, si somos responsables con la alianza que hemos adquirido con Dios, deberemos contestar afirmativamente; diciéndole que iremos donde Él quiera. Con una disposición total a sus planes, aunque la mayoría de las veces, no coincidan con los nuestros. Cristo, con la demostración más grande de amor que nadie ha hecho a ningún hombre, nos pide que no le abandonemos, que seamos sus testigos. Que le amemos incondicionalmente, y le defendamos en cualquier lugar y en todas las ocasiones. Eso, no lo olvides, es lo que significa su solicitud.