17 de junio de 2013

¡El Amor verdadero no tiene memoria!

Evangelio según San Lucas 7,36-50.8,1-3.



Un fariseo invitó a Jesús a comer. Entró en casa del fariseo y se reclinó en el sofá para comer.
En aquel pueblo había una mujer conocida como una pecadora; al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, tomó un frasco de perfume, se colocó detrás de él, a sus pies,
y se puso a llorar. Sus lágrimas empezaron a regar los pies de Jesús y ella trató de secarlos con su cabello. Luego le besaba los pies y derramaba sobre ellos el perfume.
Al ver esto el fariseo que lo había invitado, se dijo interiormente: «Si este hombre fuera profeta, sabría que la mujer que lo está tocando es una pecadora, conocería a la mujer y lo que vale.»
Pero Jesús, tomando la palabra, le dijo: «Simón, tengo algo que decirte.» Simón contestó: «Habla, Maestro.» Y Jesús le dijo:
«Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientas monedas y el otro cincuenta.
Como no te nían con qué pagarle, les perdonó la deuda a ambos. ¿Cuál de los dos lo querrá más?»
Simón le contestó: «Pienso que aquel a quien le perdonó más.» Y Jesús le dijo: «Has juzgado bien.»
Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Cuando entré en tu casa, no me ofreciste agua para los pies, mientras que ella me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha secado con sus cabellos.
Tú no me has recibido con un beso, pero ella, desde que entró, no ha dejado de cubrirme los pies de besos.
Tú no me ungiste la cabeza con aceite; ella, en cambio, ha derramado perfume sobre mis pies.
Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le quedan perdonados, por el mucho amor que ha manifestado. En cambio aquel al que se le perdona poco, demuestra poco amor.»
Jesús dijo después a la mujer: «Tus pecados te quedan perdonados».
Y los que estaban con él a la mesa empezaron a pensar: «¿Así que ahora pretende perdonar pecados?»
Pero de nuevo Jesús se dirigió a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz.»
Jesús iba recorriendo ciudades y aldeas predicando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce
y también algunas mujeres a las que había curado de espíritus malos o de enfermedades: María, por sobrenombre Magdalena, de la que habían salido siete demonios;
Juana, mujer de un administrador de Herodes, llamado Cuza; Susana, y varias otras que los atendían con sus propios recursos.




COMENTARIO:



  La escena de este Evangelio, que nos transmite san Lucas, es muy gráfica y revela muy bien la pedagogía divina que utiliza Jesús para, al hilo de los acontecimientos, mostrarnos las verdades que quiere sembrar en nuestro corazón: su divinidad; la relación incondicional entre el amor y el perdón, y el valor y las manifestaciones de la fe.



  Comienza el relato con una invitación a Jesús, por parte del fariseo, donde se encuentran a faltar las normas de cortesía adecuadas, en aquellos momentos, por parte del anfitrión a su comensal; y que el propio Maestro le reclamará más tarde. Cuantas veces nosotros, en nuestro trato diario con el Señor olvidamos, como el fariseo, que nos encontramos ante el Hijo de Dios. Que le debemos amar como se ama al amigo, al hermano; pero también le debemos la honra, la alabanza y la dignidad que se merece como Rey y Señor de todo lo creado. No podemos pasar delante del Sagrario, como si éste se encontrara vacío; ni asistir a la celebración de la Santa Misa, donde el Señor nos aguarda para entregarse por y para nosotros, como si fuéramos a gozar de una tarde de picnic en la montaña. Una norma de finura en el trato, es mostrar el respeto debido a todos aquellos a los que tenemos en consideración.



  El amor requiere del enamorado, la manifestación externa de una realidad interna, porque el espíritu se desborda y transmite a la materia la necesidad de su expresión. Así fue la actitud de esa mujer prendada de Jesús, que dio todo lo que tenía para honrar y agradar a su Señor. Y fue justamente ese incidente el que escandalizó a unos y sembró la duda en el corazón de otros, al juzgar que el Maestro desconocía las circunstancias de pecado que acompañaban a aquella muchacha que le ofrecía el presente. Pero justamente fue esa actitud la que sirvió a Cristo para extraer de ella una de las enseñanzas más importantes y maravillosas de todo el mensaje cristiano: el amor a Dios y el perdón de los pecados están en relación mutua y son inseparables.



  El perdón suscita que el perdonando abra su alma a aquel que le perdona; porque es consciente de que ha sido disculpado de todos sus errores y de todas sus traiciones. Y es entonces cuando se descubre que el amor verdadero, sublime y divino no es mezquino, no tiene memoria y está siempre dispuesto a dar segundas oportunidades. Pero esa era la carencia íntima y personal del fariseo, que anteponía sus prejuicios al sincero arrepentimiento de la mujer pecadora; que cerraba las puertas del corazón ante la historia de una vida rota por el dolor y las malas decisiones, siendo incapaz de abrirlas para la que estaba dispuesta a luchar para cambiarlas.



  Pero Cristo, manifestando su divinidad al conocer sus pensamientos y al perdonar los pecados, demuestra que lo que mueve al perdón divino no son los actos realizados, sino la actitud interna, la intención, con los que han estado realizados. Es ese acto de fe, de sumisión, de amor y de arrepentimiento el que el Señor tiene en cuenta para derramar sobre ella su Gracia. No podemos expresar con nuestros labios lo que nuestras acciones contradicen, porque a Dios hay que amarlo con la totalidad de nuestro ser. El dolor de haberle ofendido y el compromiso de cambiar, la necesidad de recibir el perdón a través de los Sacramentos que para ello instituyó el Señor, y la búsqueda de su cercanía en la recepción de la Eucaristía, tiene que ser para nosotros, como lo fue para aquella mujer del Evangelio, la prioridad más importante de toda nuestra vida. Vida entregada al amor de Cristo que conseguirá hacer de la vida ordinaria, una existencia extraordinaria a los ojos de Dios.