20 de junio de 2013

¡Ése es nuestro Dios!



Evangelio según San Mateo 6,1-6.16-18.


 

Guárdense de las buenas acciones hechas a la vista de todos, a fin de que todos las aprecien. Pues en ese caso, no les quedaría premio alguno que esperar de su Padre que está en el cielo.
Cuando ayudes a un necesitado, no lo publiques al son de trompetas; no imites a los que dan espectáculo en las sinagogas y en las calles, para que los hombres los alaben. Yo se lo digo: ellos han recibido ya su premio.
Tú, cuando ayudes a un necesitado, ni siquiera tu mano izquierda debe saber lo que hace la derecha:
tu limosna quedará en secreto. Y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará.
Cuando ustedes recen, no imiten a los que dan espectáculo; les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que la gente los vea. Yo se lo digo: ellos han recibido ya su premio.
Pero tú, cuando reces, entra en tu pieza, cierra la puerta y ora a tu Padre que está allí, a solas contigo. Y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará.
Cuando ustedes hagan ayuno, no pongan cara triste, como los que dan espectáculo y aparentan palidez, para que todos noten sus ayunos. Yo se lo digo: ellos han recibido ya su premio.
Cuando tú hagas ayuno, lávate la cara y perfúmate el cabello.
No son los hombres los que notarán tu ayuno, sino tu Padre que ve las cosas secretas, y tu Padre que ve en lo secreto, te premiará.





COMENTARIO:




  Como nos sigue haciendo llegar san Mateo, en su Evangelio, el Señor sigue enseñando los caminos de la verdadera “justicia”: el sendero que nos llevará a la salvación. Los maestros de la Ley habían añadido a ésta la limosna, la oración y el ayuno como actos fundamentales para vivir la piedad individual. Lo que ocurría es que para que estas prácticas fueran realizadas a su gusto, era importante que se efectuaran de una manera determinada y con una manifestación ostentosa, que no dejaba dudas sobre su finalidad.




  Jesús, como viene haciendo en todas las lecturas que observamos en estos días, hace florecer –con sus palabras- el verdadero sentido de la Ley y arranca todas aquellas malas hierbas que han oscurecido la verdad, supliéndola con la apariencia. El Maestro enseña que la verdadera piedad debe vivirse en la intimidad del corazón, con rectitud de intención. Para entender la dura referencia que hace Jesús sobre la oración, es necesario conocer que en aquellos momentos los paganos se dirigían a sus dioses con unas oraciones donde solían enumerar, hasta el cansancio, todas las cualidades del dios al que se dirigían, excediéndose hasta el aburrimiento por miedo a olvidarse alguna y recibir el castigo del dios ofendido. También los propios judíos escenificaban, como en un teatro –y esa es la significación literal de la palabra “hipócrita”- esa relación con Dios que se hacía pública y que era una medida perfecta, a los ojos de los demás, para calcular como era el nivel de santidad del que la realizaba.




  El Señor nos indica que sólo Dios penetra en nuestro corazón; que es el único que nos conoce y al único que le interesa la verdad de nuestros sentimientos. Que nuestro Padre, porque lo es, sólo requiere el amor que somos capaces de manifestarle como hijos, desde el fondo del corazón. Que el propio Dios, cuando se ha dirigido a los hombres no lo ha hecho –como nos dice el libro de los Reyes- como un fortísimo viento que arranca los árboles, ni como un terremoto que parte las rocas de la montaña, ni siquiera como un fuego que todo lo consume. No; el Señor se dirigió a su profeta Elías como una suave brisa ante la que hay que estar muy atento. Por eso Jesús nos recomendará que, siguiendo su ejemplo, nos retiremos  en soledad y silencio, a escuchar la voz del Padre, para podernos comunicar con Él.




  En realidad, como observamos en todo el mensaje divino, Jesús nos indica que lo que debe mover siempre nuestra oración y nuestras obras, es la intención con que las realizamos. Y la intención que debe mover al cristiano debe ser siempre, el amor. Amor que busca la intimidad, la cercanía donde los amantes pueden abrir su corazón y, en la intimidad de sus sentimientos, susurrarse la necesidad profunda de no separarse jamás. Así quiere el Altísimo que le sintamos, con la misma intensidad y necesidad que nos manifestaron los enamorados referidos en el Cantar de los Cantares:
 
“¿Qué es tu amado más que otros, oh, la más hermosa de las mujeres? ¿Qué tiene tu amado más que otros, para que así nos conjures?
Mi amado es puro y sonrosado, se distingue entre millares.
Su cabeza es oro, oro fino; sus cabellos, racimos de dátiles, negros como el cuervo; sus ojos son como palomas a la vera del agua, bañadas en leche, posadas en la orilla.
Sus mejillas, como arriates de hierbas balsámicas, semilleros de plantas aromáticas. Sus labios son azucenas que rezuman jugo de mirra.
Sus manos, barras de oro engastadas con piedras de Tarsis. Su talle, un tronco de marfil cubierto de zafiros.
Sus piernas, columnas de mármol asentadas sobre basas de oro fino. Su porte, como el del Líbano, esbelto como los cedros.
Su paladar, las dulzuras, y todo él, las delicias. Ése es mi amado, ése es mi amigo, hijas de Jerusalén.”




  ¡Ése es nuestro Dios! Él lo es todo, porque todo salió de sus manos y a todo lo mantiene en su santa presencia. Cada cosa que vemos, nos habla de Él, de su belleza, de su bondad…Por eso la oración es una contemplación permanente donde cada circunstancia, cada lugar, cada relación, tiene que ser el inicio de un diálogo divino, íntimo y amoroso. Es cierto que somos una unidad de cuerpo y espíritu y que, por ello, nuestros actos manifestarán lo que nuestra alma está sintiendo. Pero jamás esa manifestación debe ser el producto independiente de un medio para conseguir dar una imagen ficticia de una realidad carente de sentido. Si así lo hacemos es que hemos olvidado, tontamente, que a los hombres podremos engañarles, pero a Dios, jamás.