23 de junio de 2013

¡Es el hijo de Dios!

Evangelio según San Lucas 9,18-24.

Un día Jesús se había apartado un poco para orar, pero sus discípulos estaban con él. Entonces les preguntó: «Según el parecer de la gente, ¿quién soy yo?»
Ellos contestaron: «Unos dicen que eres Juan Bautista, otros que Elías, y otros que eres alguno de los profetas antiguos que ha resucitado.»
Entonces les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro respondió: «Tú eres el Cristo de Dios.»

Jesús les hizo esta advertencia: «No se lo digan a nadie».
Y les decía: «El Hijo del Hombre tiene que sufrir mucho y ser rechazado por las autoridades judías, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la Ley. Lo condenarán a muerte, pero tres días después resucitará.»
También Jesús decía a toda la gente: «Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y que me siga.
Les digo: el que quiera salvarse a sí mismo, se perderá; y el que pierda su vida por causa mía, se salvará.

COMENTARIO:

Este Evangelio de Lucas comienza con la presencia del Señor orando en soledad. Esa actitud de profundo recogimiento, donde el ser humano entabla un diálogo de amor con Dios en el aislamiento de su conciencia, es uno de los ejemplos que el Maestro nos dará, a lo largo de su existencia, para mostrarnos como debe ser nuestra intimidad divina. Porque de ese trato, es de donde la humanidad de Jesús sacará sus fuerzas para enfrentarse a los acontecimientos futuros. Y es de ahí, de nuestra cercanía con Jesús a través de la oración y los Sacramentos, de donde cada uno de nosotros extraerá la Gracia necesaria para superar con éxito las dificultades y los avatares que la vida nos depare.

  Este versículo presenta dos preguntas del Señor a sus discípulos que, a pesar de los siglos transcurridos, no han perdido actualidad; porque Jesús sigue repitiéndolas, en algún momento de nuestras vidas, a todos aquellos que hemos decidido seguir al Señor por los caminos de la fe. Comienza queriendo saber qué dice la gente, aquellos que nos rodean, sobre Él. Muchos de nosotros podríamos contestarle con esas teorías, filosofías, comentarios y hasta agravios que se escuchan de los que, sin ningún conocimiento, se atreven a aventurar sentencias variopintas y juicios sin criterio. Los Apóstoles también le transmitieron las diversas opiniones que sus coetáneos albergaban sobre Jesús y fue, en ese momento, donde el Señor esgrimió la cuestión que cambia una vida: ¿Quién dices que soy yo?

  De esa respuesta depende todo nuestro futuro, porque reconocer que Cristo es el Mesías, el Hijo de Dios, equivale a comprometerse con Él hasta las últimas consecuencias. A seguirle, hasta nuestro último aliento y a amarle, hasta que el alma nos duela. Todos aquellos que hemos recibido las aguas bautismales y, con ellas, hemos adquirido la filiación divina en Cristo, nos hemos hecho sus discípulos para compartir su destino. Por ello, Jesús, que sabía lo que le deparaba el futuro preparó, y nos prepara, para que seamos capaces, con la Gracia de Dios recibida en los Sacramentos, de aceptar esa cruz que Él, como Redentor, decidió cargar sobre sus hombros para morir por nosotros. Pero es bien cierto que, a la vez, nos inundó de esperanza al hacernos partícipes, por nuestra fidelidad, de su Resurrección.

  En esta frase última del capítulo, el Maestro desvela el verdadero sentido y la íntima realidad de nuestra existencia. Sólo a través de la unión con Cristo, podremos gozar de la eternidad prometida en la que fuimos creados. Unión que, en la libertad de los hijos de Dios, deberemos elegir en esta vida terrena, donde nos ha sido dado un tiempo para merecer.

  Sólo Pedro, como primado de la Iglesia naciente, recibió la luz del Espíritu Santo que iluminó su entendimiento para que pudiera descubrir en la humanidad de Jesús, la divinidad de Jesucristo. Con el paso del tiempo, la recepción del Paráclito también nos permitirá a nosotros, si estamos en Gracia, proclamar al mundo la Verdad evangélica que hemos descubierto en nuestro encuentro con el Señor: el Mesías de Dios.