15 de junio de 2013

¡Lo que es, es!

Evangelio según San Mateo 5,27-32.



Ustedes han oído que se dijo: «No cometerás adulterio.»
Pero yo les digo: Quien mira a una mujer con malos deseos, ya cometió adulterio con ella en su corazón.
Por eso, si tu ojo derecho te está haciendo caer, sácatelo y tíralo lejos; porque más te conviene perder una parte de tu cuerpo y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno.
Y si tu mano derecha te lleva al pecado, córtala y aléjala de ti; porque es mejor que pierdas una parte de tu cuerpo y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno.
También se dijo: «El que se divorcie de su mujer, debe darle un certificado de divorcio.»
Pero yo les digo: Si un hombre se divorcia de su mujer, fuera del caso de unión ilegítima, es como mandarla a cometer adulterio: el hombre que se case con la mujer divorciada, cometerá adulterio.



COMENTARIO:

  San Mateo sigue con el discurso del Señor que nos enseña el verdadero valor de la Ley. Por eso también ahora, con sus palabras, va a llevar a la plenitud el precepto de la antigua Ley sobre el adulterio y el deseo de la mujer del prójimo.


  Jesús nos previene sobre el peligro de querer ser valientes delante de la tentación; de tratar con ella. Es en esos momentos, cuando el ser humano comprueba en sus propias carnes la debilidad de su voluntad, cuando debe ser lo suficientemente cobarde como para escapar de la seducción que el diablo nos presenta. No podemos pecar de orgullo y creer que seremos capaces solos, con nuestras fuerzas, de negarnos a un placer irracional que puede despertar en nosotros un sentimiento difícil de dominar; ya sea a través de una persona, un objeto o una circunstancia.


  Es justamente la Luz de la Gracia, que recibimos en los Sacramentos, la que ilumina el conocimiento y nos permite advertir el verdadero sentido de la realidad que se manifiesta seductora a nuestros ojos. La lucha contra nosotros mismos y contra nuestros instintos más bajos, es tan importante para el Señor que, metafóricamente, nos habla de “mutilarnos” físicamente como imagen del combate sin concesiones que hemos de desarrollar para sacrificar todo aquello que pueda ser ocasión clara de ofensa a Dios. Evidentemente, por “ojo derecho” y “mano derecha”, se entiende aquello que nos es más preciado y a lo que debemos estar dispuestos a renunciar para recuperar un bien mayor: la salvación.


  Jesús nos previene que nuestros ojos son esas ventanas abiertas al mundo por donde entran la mayoría de las seducciones; y hemos de estar preparados para saber apartar la mirada ante aquello que no nos conviene y puede ser nuestra perdición. No es ser más sabio el conocer y probarlo todo. Revolcarnos en los excrementos no es una acción necesaria para percibir la naturaleza de la porquería; si no que justamente lo inteligente, es evitarlo. Sólo aquello que nos perfecciona y nos hace crecer como seres humanos instruidos y libres merece, por nuestra parte, la lucha para conseguirlo.


  Mención especial necesita la cuestión del divorcio, y por eso Jesús lo explicita a los que le están escuchando, para que les quede claro que Moisés toleró el “libelo de repudio”, que era un acta de divorcio donde el marido consignaba por escrito –ante testigos- todos los datos del matrimonio y la firme decisión de expulsar a su mujer del domicilio conyugal. La Ley exigía que se documentara por escrito para garantizar a la esposa que su marido, pasado un tiempo y cuando ella ya hubiera rehecho su vida con otro hombre, no se desdijera y la tratara como una adúltera pudiéndola lapidar, como ya había ocurrido en varias ocasiones. Por eso Moisés toleró un mal menor para contrarrestar la dureza y la maldad del corazón de los hebreos, que dejaba totalmente indefensa a la mujer, en aquellos momentos.


  Pero Jesús, como ha hecho en todo el discurso, restablece el verdadero sentido del matrimonio: su originaria indisolubilidad, como Dios la había instituido y como nos la hizo llegar a través de la Revelación en los distintos puntos del Génesis:
“Y creó Dios al hombre a su imagen,
A imagen de Dios lo creó;
Varón y mujer los creó” (Gn 1,27)

“Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre
Y se unirá a su mujer y serán una sola carne” (Gn 2,24)


  El Señor no emite una opinión, sino que descubre la íntima realidad del sacramento matrimonial porque Él, como Dios, conoce perfectamente la intención con que el Padre creó a la pareja humana. Y es bien cierto que ambos, el varón y la mujer, forman de su compromiso amoroso una unidad que no se puede separar: los hijos. Ellos son el indiscutible ejemplo, nos guste o no, de la verdad divina.


  Es importante aclarar que la frase “excepto en caso de fornicación” que se encuentra en algunas traducciones bíblicas, no es una excepción del principio de indisolubilidad del matrimonio que Cristo acaba de restablecer, sino una clausula que se refería a uniones admitidas como matrimonio en algunos pueblos paganos que rodeaban a Israel, y que estaban prohibidas por incestuosas en la Ley mosaica y en la tradición davídica. Por tanto, igual que sucede ahora, se trataría de uniones inválidas desde su raíz, porque tienen algún impedimento que anula el verdadero sentido del matrimonio como tal. Un ejemplo sería la falta de libertad de uno de los cónyuges a los que se hubiera obligado a contraer matrimonio.


  Hoy en día diríamos que Jesús no fue, ni ha sido nunca, políticamente correcto; porque nunca intentó contentar a todos. Sino que quiso aclararnos la voluntad de Dios, que conocía perfectamente, respecto a nosotros para que nunca podamos justificar nuestra desobediencia a la Ley divina, basándonos en la ignorancia. Casarse; formar una familia y generar un proyecto común de destino con nuestro Padre, no es nada fácil y sí una tarea muy seria. Porque es un compromiso que adquiere la pareja al realizar una Alianza con Dios e involucrarse en el plan divino de la redención: multiplicando la tierra con aquellos nuevos seres que como fruto del amor y como hijos de Dios, serán educados como tales y, con el distintivo de la  caridad y la justicia, cambiarán este mundo para volver a entregárselo a Dios cuando el Señor lo reclame. A nadie se le obliga, pero hay que saber que si la adquirimos y decidimos luchar cada día para conseguirlo, contando con la Gracia propia del Sacramento, la ayuda divina no nos ha de faltar jamás.