14 de junio de 2013

¡Vivir en paz!

Evangelio según San Mateo 5,20-26.

Yo se lo digo: si no se proponen algo más perfecto que lo de los fariseos, o de los maestros de la Ley, ustedes no pueden entrar en el Reino de los Cielos.
Ustedes han escuchado lo que se dijo a sus antepasados: «No matarás; el homicida tendrá que enfrentarse a un juicio.»
Pero yo les digo: Si uno se enoja con su hermano, es cosa que merece juicio. El que ha insultado a su hermano, merece ser llevado ante el Tribunal Supremo; si lo ha tratado de renegado de la fe, merece ser arrojado al fuego del infierno.
Por eso, si tú estás para presentar tu ofrenda en el altar, y te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti,
deja allí mismo tu ofrenda ante el altar, y vete antes a hacer las paces con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda.
Trata de llegar a un acuerdo con tu adversario mientras van todavía de camino al juicio. ¿O prefieres que te entregue al juez, y el juez a los guardias, que te encerrarán en la cárcel?
En verdad te digo: no saldrás de allí hasta que hayas pagado hasta el último centavo.



COMENTARIO:

  San Mateo nos sigue mostrando, en su Evangelio, que Jesús tras enseñar el valor de la Ley en términos generales y haber puntualizado como debe ser su verdadero cumplimiento, nos pone el ejemplo de todo lo explicado con las denominadas “antítesis”. Parece que el Señor nos remite a cinco de los últimos mandamientos del Decálogo: el quinto –no matarás-, el sexto –no cometerás actos impuros-, el séptimo –no hurtarás-, el octavo –no dirás falsos testimonios ni mentirás- y el décimo –no codiciarás los bienes ajenos- Y en todos ellos nos manifiesta que no sólo hemos de cumplirlos, sino que hemos de trascenderlos; de interiorizarlos y, si hemos aceptado a Dios en nuestras vidas, obrar con magnanimidad, que es esa virtud que tiende a las cosas grandes, buenas y generosas.


  Si la Gracia anida en nuestro corazón, evitaremos todo tipo de palabras y acciones que puedan dañar a nuestros hermanos. Matar no es solamente acabar con la vida física; sino menospreciar, insultar, deshonrar, quitar la ilusión y la esperanza del ser humano. Porque somos, como repito siempre, una unidad hilemórfica de cuerpo y espíritu, donde la persona humana somatiza sus estados de ánimo y donde el bienestar del cuerpo influye en los estados del alma, una actitud o un agravio puede interferir en la existencia futura de aquel al que agraviamos, convirtiéndole en un ser muy desgraciado. Como nos cuenta san Agustín, insultar o enojarse con el hermano, es una traducción que se hace del texto evangélico que proviene de la palabra aramea “raca”, cuyo significado podría ser el de llamar a alguien imbécil o estúpido; epítetos que para los judíos, como para nosotros, denotaban una actitud de desprecio. Pero habían otras palabras que todavía podían hacer más daño, porque “maldecían” literalmente al que las recibía, acusándole de ser un renegado que había perdido todo sentido moral y religioso; y por ello, toda dignidad.


  Jesús nos manifiesta que hasta en la forma de infringir dolor a nuestros semejantes, hay una gradación que proviene de la intensidad de nuestro pecado: de nuestra maldad. No es lo mismo un enfado, que un sentimiento de ira que busca con complacencia dañar a nuestros hermanos. Nos estamos acostumbrando a pecar contra la caridad con la impunidad de lo “habitual”. La murmuración, la injuria y la calumnia son normas de convivencia que poco a poco algunos medios de comunicación, al servicio del diablo, nos quieren imponer como ejemplo de relación aceptada entre los seres humanos.


  Cristo nos vuelve a repetir que hemos de estar despiertos contra las veladas insidias del enemigo. Que seremos juzgados por la actitud interior que nos mueve a actuar de una determinada manera, cuya medida es en realidad la del amor. Sólo amando a nuestro prójimo seremos capaces de demostrar que hemos hecho del mensaje cristiano, vida. Vida que Cristo ha dado por cada uno de nosotros; por los que le hemos amado, y los que no. Y de sus labios no ha salido ningún reproche personal: no ridiculizó a Pedro, cuando presumía de seguirle hasta la cruz, y Él sabía que le negaría tres veces. No destrozó con palabras hirientes a la mujer pecadora que todos querían apedrear sino que, tras liberarla de la muerte, le recomendó que no pecara más. Sólo vemos en Jesús la postura conciliadora que quiere mover el corazón del hombre para que encuentre el camino de la salvación. Vivir en paz es muy sencillo; el Señor nos ha dado el secreto: si cada uno de nosotros, por amor a Dios, busca el bien y el respeto de su hermano resaltando sus virtudes y callando sus defectos, sin erigirnos jueces ni maestros de nadie, alcanzaremos el bienestar y la felicidad soñada que siempre estará en proporción directa a la que podamos proporcionar a los demás.