30 de junio de 2013

¡Todos con Pedro!



Evangelio según San Mateo 16,13-19.

Jesús se fue a la región de Cesarea de Filipo. Estando allí, preguntó a sus discípulos: «Según el parecer de la gente, ¿quién es este Hijo del Hombre?»
Respondieron: «Unos dicen que eres Juan el Bautista, otros que eres Elías o Jeremías, o alguno de los profetas.»
Jesús les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?»
Pedro contestó: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo.»
Jesús le replicó: «Feliz eres, Simón, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos.
Y ahora yo te digo: Tú eres Pedro (o sea Piedra), y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; los poderes de la muerte jamás la podrán vencer.
Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el Cielo.»


COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Mateo, es uno de los que más discusiones ha provocado entre todos aquellos que desean minusvalorar el poder divino otorgado al Romano Pontífice, por el propio Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios. Según nos narra el evangelista, que fue testigo directo porque era uno de los que acompañaban al Señor, en este episodio se muestran dos realidades que son distintas pero que, a la vez, están íntimamente relacionadas. Una de ellas es la confesión de la fe de Pedro por la iluminación del Espíritu Santo; y la otra es la promesa, por parte del Maestro, del Primado.

  Frente todos aquellos discípulos que no han sabido responder a la pregunta vital de quién es Jesús, nos encontramos que es Simón Pedro el único que confiesa claramente que Jesús es el Mesías prometido, el Hijo de Dios. La mayoría han contestado con la ambigüedad propia de la ignorancia humana, pero es el Apóstol Petrino el que se expresa desde la fe, que es Gracia de Dios. Es la revelación del Cielo, que es la única que puede permitir descubrir en la humanidad de Jesús a la Persona divina, un regalo de Dios a ese hombre que será, en unos momentos, escogido por Cristo para atar y desatar en esa Iglesia fundada por Él. Por eso, porque Jesús advierte que el Padre ha revelado a Pedro el misterio de su divinidad, le da a conocer su dignidad como la piedra fortalecida con el poder de Dios, para compartir con el Señor la tarea de la transmisión de la salvación, que será conferida a la Iglesia.

  Cristo es la piedra inviolable, angular, fundamental, fuera de la cual nadie puede edificar. De ahí que sea el propio Jesucristo el que da esa participación en el Templo eterno y sublime de la Iglesia –de la que formamos parte todos los bautizados que nos insertamos en el propio Cristo- para que se levante sobre la fe de Pedro que, a su vez, descansa en la Gracia prometida por el propio Dios. Y para que no queden dudas, Nuestro Señor limita sus palabras a unas frases muy gráficas:
“Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates en la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los Cielos”



  Jesús hubiera podido elaborar un discurso complicado y pomposo para manifestar sus deseos, que hubiera dificultado su comprensión o hubiera dado paso a diferentes especulaciones, pero justamente porque nos conoce y sabía lo que iba a suceder a través de la historia, habló con voz de hombre y resumió en unas líneas el poder que como cabeza de la Iglesia naciente se le confería a Pedro y a sus sucesores.



  Como os repito siempre, es muy necesario no perder de vista lo que significó para el Apóstol y los demás, esta responsabilidad. No fueron honores y prebendas, sino trabajo, sufrimiento y martirio. A ninguno de ellos, cuando se escribió el Evangelio, les convenía humanamente que constaran como miembros destacados de una Iglesia perseguida. Pero el Señor que conocía, y conoce, perfectamente la naturaleza humana, sabe como intentamos justificar nuestros errores para no reconocer nuestros pecados y que, con el tiempo, seríamos capaces para descansar nuestras conciencias laxas, de eliminar el sentido de pecado. Por eso, desde el primer momento de su fundación, Jesús estableció un puntal que, iluminado por el Espíritu Santo, marcara el camino seguro donde se encuentran los medios para alcanzar la salvación. Una roca firme donde las olas de la moda y la opinión se rompieran sin hacer flaquear los cimientos espirituales del Pueblo de Dios en la tierra.



  Pero como la Iglesia no es temporal, sino eterna, es de sentido común – y lo confirma el Señor en el Evangelio de Mateo, 18,18 – como la prerrogativa de ese poder se comunicará a los otros apóstoles y se transmitirá a sus sucesores, los Obispos, para que unidos al Santo Padre, que está al frente de los pastores de la Iglesia, dirijan la nave de los bautizados hasta alcanzar puerto seguro, en la casa del Padre. Hemos de tener el orgullo de pertenecer a la única Iglesia que sigue la línea directa de la Tradición apostólica, fundada por Jesucristo. Hemos de sobrellevar la responsabilidad que, como bautizados, hemos adquirido al ser cada uno de nosotros Iglesia en unión con Cristo. Hemos de compartir la alegría de formar parte del proyecto divino de la salvación. Hemos de defender, con caridad pero con fortaleza, la verdad de nuestra fe en cualquier momento y situación. Y sobre todo, hemos de evitar que en nuestra presencia se menosprecie o se ridiculice a nuestros hermanos y, evidentemente, a los pastores de nuestra grey ¡Ya es hora de que comprendamos que eso es un derecho y un deber!