21 de junio de 2013

¡Padre nuestro!

Evangelio según San Mateo 6,7-15.



Cuando pidan a Dios, no imiten a los paganos con sus letanías interminables: ellos creen que un bombardeo de palabras hará que se los oiga.
No hagan como ellos, pues antes de que ustedes pidan, su Padre ya sabe lo que necesitan.
Ustedes, pues, recen así: Padre nuestro, que estás en el Cielo, santificado sea tu Nombre,
venga tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo.
Danos hoy el pan que nos corresponde;
y perdona nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores;
y no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del Maligno.
Porque si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, también el Padre celestial les perdonará a ustedes.
Pero si ustedes no perdonan a los demás, tampoco el Padre les perdonará a ustedes.



COMENTARIO:


  Este Evangelio de san Mateo es una continuación del que vimos ayer, donde Jesús enseña el Padrenuestro como oración distintiva del cristiano. Comienza el Señor recordándonos algo que, desgraciadamente, olvidamos con mucha facilidad: somos comunidad. Somos la Iglesia peregrina que reza, aunque sea en puntos del mundo distintos y diversos, una oración común que nos aúna en Cristo Jesús. En ella invocamos al Padre, no como si sólo fuera mío, sino como el Padre de todos al que rezamos el conjunto de los miembros, desde el fondo de un solo corazón y una sola alma. Tras invocarle y ponernos en su santa presencia adorándolo, bendiciéndolo y, sobre todo, amándolo, reconocemos en nuestra pequeñez de hijos, la necesidad que tenemos de su ayuda para poder descansar en la divina providencia. Por eso, desde la inquietud filial de nuestro interior surgen a Dios siete peticiones.


  En la primera pedimos que sea santificado el Nombre del Señor. Si recordáis, en la Biblia, el nombre de una persona equivalía al conocimiento de toda la persona; por eso los israelitas, en el Monte Sinaí, requirieron a Moisés conocer el Nombre de Dios. Y Jehová “El que Soy” – cuya traducción más cercana sería “Yo soy el que existe por sí mismo”- denota con su nombre que Él es el Ser por excelencia: el que todo lo contiene, el que lo da y el que lo mantiene; la perfección completa, la santidad. Por eso Dios es el Santo de los Santos, y lo que pedimos en la oración dominical es que Dios sea reconocido y honrado como tal, por todas las criaturas de la tierra.


  Con el advenimiento del Reino, que Cristo ha hecho presente, suplicamos al Señor la realización de su designio salvador en el mundo y para ello nos sometemos y le rogamos que nos ayude a cumplir, y hacer cumplir, su santísima voluntad. Cuando de verdad sentimos en el fondo de nuestro corazón, que todo lo que sucede es por voluntad divina, la confianza da paso a la paz y nuestra vida adquiere sentido: el de la felicidad a pesar de la dificultad, porque estamos convencidos de que nuestro Padre, Dios, no nos dará nada que no nos convenga.


  Las últimas peticiones: el pan de cada día, el perdón de nuestras deudas u ofensas, el no abandonarnos en la tentación y el mirar que nos libren del mal, son requerimientos que se dirigen a nuestras necesidades. Como los israelitas por el desierto, pedimos al Señor que nos alimente cada día, y es bien cierto que nunca desoye nuestras súplicas. Le rogamos que nos de un trabajo, que nos permita ganar un sustento; suplicando que nos ayude a cubrir nuestras necesidades, no nuestros excesos, día a día. Y nos comprometemos a luchar, si Él nos da la Gracia que nos llenará de esperanza para conseguirlo. No podemos olvidar que Jesús se entrega en el sacrificio del Altar, para que nos alimentemos con el Pan de Vida que nos sostendrá, verdaderamente, en las luchas diarias. Y si Dios ha sido capaz de hacerse hombre y morir por nosotros, renovando en la Misa su compromiso de salvación, pensar que es imposible que desoiga las peticiones que le elevamos desde los corazones afligidos. Sólo espera, os lo aseguro, que estiremos nuestra mano, para poder sujetarla con firmeza.


  El Señor nos exige la necesidad de perdonar para rezar con un verdadero espíritu cristiano. Porque si distintivo es el Padrenuestro para un hijo de Dios, lo es todavía más el espíritu de amor con el que debemos dirigir nuestras oraciones y nuestros actos. Hemos de reconocer, y de hecho lo reconocemos en la oración, nuestra condición actual de pecadores que han ofendido a Dios y que, por ello, deben dar lo mismo que esperan recibir: el perdón y la misericordia. Pero también, por nuestra debilidad, hemos de orar sin descanso para que el Padre no se aparte de nosotros y nos libre de las tentaciones del maligno que, con nuestras solas fuerzas, somos incapaces de superar. Es importante y vital para nosotros, recordar que el diablo, el mal, ha sido el origen de nuestros pecados y desgracias; y sólo con y ante la presencia de Dios puede ser vencido. Por eso, rezar para que el Señor nos libre de todas las obras de Satanás, es suplicarle que nos de la luz para conocer y valorar la importancia de los Sacramentos como lo que realmente son: Fuerza y camino infalible de salvación, donde la vida divina nos inunda y santifica, con su presencia trinitaria. ¡Un tesoro divino, que sólo un loco sería capaz de desaprovechar!