28 de junio de 2013

¡Mi Fortaleza!



Evangelio según San Mateo 7,21-29.

No bastará con decirme: ¡Señor!, ¡Señor!, para entrar en el Reino de los Cielos; más bien entrará el que hace la voluntad de mi Padre del Cielo.
Aquel día muchos me dirán: ¡Señor, Señor!, hemos hablado en tu nombre, y en tu nombre hemos expulsado demonios y realizado muchos milagros.
Entonces yo les diré claramente: Nunca les conocí. ¡Aléjense de mí ustedes que hacen el mal!
Si uno escucha estas palabras mías y las pone en práctica, dirán de él: aquí tienen al hombre sabio y prudente, que edificó su casa sobre roca.
Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se arrojaron contra aquella casa, pero la casa no se derrumbó, porque tenía los cimientos sobre roca.
Pero dirán del que oye estas palabras mías, y no las pone en práctica: aquí tienen a un tonto que construyó su casa sobre arena.
Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se arrojaron contra esa casa: la casa se derrumbó y todo fue un gran desastre.»
Cuando Jesús terminó este discurso, la gente estaba admirada de cómo enseñaba,
porque lo hacía con autoridad y no como sus maestros de la Ley.


COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Mateo, Jesús nos da una indicación que ha iluminado muchas de las dudas que se plantearon con la Reforma de Lutero, ante la importancia de las obras en el actuar de la vida del cristiano. Podemos tener fe, conocer las Escrituras y desear cambiar el mundo, pero si no ejercemos la voluntad suficiente para comenzar a actuar, poniendo los medios y venciendo las tentaciones, la pereza y el desaliento, de nada nos servirán los muchos proyectos que tengamos, porque el tiempo los convertirá en humo.

  Necesitamos escuchar, que no oír, la Palabra de Dios; y al meditarla en el corazón, a través de la oración, conocer su voluntad y los designios divinos que Nuestro Padre tiene preparados para cada uno de nosotros. Es en ese momento cuando el hombre se enfrenta a su verdadero destino; es entonces cuando debe decidir si seguir al Señor, poniendo en práctica sus enseñanzas. Ese es el resumen de la parábola de aquel que edifica sobre roca, ya que la Roca de nuestra vida que nos mantiene firmes en la tribulación personal y nos hace permanecer fieles en la fe, es el propio Jesucristo.

  Todo el Antiguo Testamento, y sobre todo los Salmos, han sido un precedente de las palabras del Maestro; donde se nos ha revelado la fortaleza divina, en la que los hombres hemos encontrado la paz y hemos puesto nuestra esperanza:

“Yo te amo, Señor, fortaleza mía,
Señor, mi roca, mi fortaleza, mi libertador,
Mi Dios, mi peña donde me refugio,
Mi escudo, la fuerza de mi salvación, mi alcázar” (Sal.18,3)

“Sean de tu agrado las palabras de mi boca
Y la meditación de mi corazón en tu presencia.
¡Señor, Roca mía y Redentor mío!” (Sal- 19,15)

“A Ti, Señor, te invoco, Roca mía.
No te quedes callado ante mí,
Porque si Tú me guardas silencio,
Seré como los que bajan a la tumba” (Sal. 28,1)

“Sólo en Dios está el descanso, alma mía,
De Él viene mi salvación.
Sólo Él es mi Roca y mi salvación,
Mi alcázar: ya no podré vacilar” (Sal. 62,2-3)

  Jesús, que es la revelación del Padre, ha proclamado en todos estos pasajes que hemos estado meditando en días anteriores, la manera de cumplir las enseñanzas que nos dio en el Discurso de la Montaña. Pero bien conoce Nuestro Señor que sólo con nuestra naturaleza herida por el pecado original, es imposible llevar a término la tarea de nuestra salvación. Y por ello nos recuerda que es con la ayuda de la Gracia, que recibimos en los Sacramentos y que Jesús nos conquistó con su muerte y resurrección, como podremos elevar la moral natural al participar de la naturaleza divina, conduciéndola a su perfección. Sólo haciéndonos uno con Cristo, a través del Bautismo, y aceptando libremente su Redención, seremos capaces de recibir la fuerza del Espíritu y, con ella, construir nuestra vida en la roca de los valores eternos que no sucumben ante la moda, el tiempo o la ocasión.

  Vivir en Cristo es cumplir su voluntad; aceptar la tribulación como medio para alcanzar la santidad; sucumbir ante el amor que todo lo puede y todo lo disculpa, a la espera de nuestro arrepentimiento. Vivir en Cristo es asirse a la Roca firme que no permite que desfallezcamos ante las dificultades, porque estas dificultades son el camino de la unión con Dios. Vivir en Cristo es encontrar el sentido de la Vida y participar de esa Vida, para que los demás encuentren su verdadero sentido. Vivir en Cristo es, verdaderamente, vivir.