8 de junio de 2013

¡La alegría del cristiano!

Evangelio según San Lucas 15,3-7.

Entonces Jesús les dijo esta parábola:
«Si alguno de ustedes pierde una oveja de las cien que tiene, ¿no deja las otras noventa y nueve en el desierto y se va en busca de la que se le perdió hasta que la encuentra?
Y cuando la encuentra, se la carga muy feliz sobre los hombros,
y al llegar a su casa reúne a los amigos y vecinos y les dice: “Alégrense conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido.”
Yo les digo que de igual modo habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que vuelve a Dios que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de convertirse.


COMENTARIO:

  San Lucas, que como nos recordó Juan Pablo II escribió el Evangelio que se ha llamado “de la misericordia”, nos transmite todas las acciones y palabras de Jesús que ponen al descubierto esa característica divina; tal vez la más representativa de Dios, su compasión. El Señor nos describe a través de una bella parábola, como es la de la oveja perdida que forma parte de un grupo de tres destinadas al mismo fin: mostrar el amor infinito del Creador por el hombre, que Dios actúa como un Padre que no está dispuesto a perder a ningún hijo.


  Todos aquellos que hemos podido gozar de la experiencia de la paternidad o de la maternidad, ya sea física o espiritual, sabemos que aunque queremos a todos nuestros hijos por igual, siempre nos desvivimos más por aquel que más nos necesita; el más débil, el más enfermo. Pues bien, el pecado es esa enfermedad del alma que, si no se remedia con la Gracia de la Penitencia y el arrepentimiento, acaba matando el espíritu. Por eso Jesús, cuyo amor incondicional está probado en la cruz del sacrificio, es capaz de cualquier cosa para transmitir la salud a todos aquellos que la necesitan. Para Él todas las ovejas somos iguales; no hay de primera y segunda clase, ni gordas ni flacas, ni blancas ni negras, ni ricas ni pobres. Todos, cada uno de nosotros, somos el objeto de su predilección.


  Pero Jesús requiere, para curarnos, que nos dejemos encontrar. Si no tenemos fuerzas para acercarnos, por lo menos no huyamos de su presencia; ya que hay que recordar que no ver al Señor no implica que no esté, sino simplemente, que miramos hacia otro lado. Y porque Cristo no quería que ninguna oveja se le perdiera extraviando el camino para regresar al redil, fundó la Iglesia. Porque la salvación, que debe ser libremente aceptada, no es cuestión ni de un lugar ni de un tiempo histórico, sino que pertenece a la eternidad de Dios.


  Cada uno de nosotros, los bautizados, hemos adquirido la responsabilidad al hacernos otros Cristos de salir al encuentro de todos aquellos hermanos que, enfermos por el pecado, necesitan que los carguemos a nuestras espaldas para acercarlos al bálsamo de los Sacramentos, donde el Señor los espera para curarlos. Dios nos ha amado tanto, que nos ha querido hacer partícipes de su proyecto; y por eso, porque sí y sin ningún mérito de nuestra parte, nos ha hecho transmisores de su Palabra, de su mensaje. Mensaje que comporta la alegría del cristiano, que no necesita para ser feliz de la ausencia de problemas o del cumplimiento de deseos, sino de la comprensión y la meditación de las enseñanzas de Jesús, que son una fuente de confianza para nosotros.


  Dios conoce nuestras debilidades y la fragilidad de nuestra naturaleza; pero a pesar de ello, sale constantemente a nuestro encuentro porque se niega a abandonar la posibilidad de que seamos felices en su presencia. Es imposible que esa certeza, que ese descubrimiento de ser amados hasta límites insospechados, no abra en nuestra alma un deseo de profundizar, de verdad, en el conocimiento trascendente de nuestra relación con Dios.