2 de julio de 2013

¡La orilla del río!



Evangelio según San Mateo 8,18-22.


Jesús, al verse rodeado por la multitud, dio orden de cruzar a la otra orilla.
Entonces se le acercó un maestro de la Ley y le dijo: «Maestro, te seguiré adondequiera que vayas.»
Jesús le contestó: «Los zorros tienen cuevas y las aves tienen nidos, pero el Hijo del Hombre ni siquiera tiene dónde recostar la cabeza.»
Otro de sus discípulos le dijo: «Señor, deja que me vaya y pueda primero enterrar a mi padre.»
Jesús le contestó: «Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos.»



COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Mateo comienza con un requerimiento del Señor que es fundamental para todos aquellos que hemos decidido caminar a su lado. Jesús al advertir la multitud que le esperaba, les ordena a sus discípulos pasar a la otra orilla del lago. Ese lago es la vida que fluye ante nuestros ojos, y que se encuentra bordeada por dos orillas que parecen iguales, pero que son muy distintas.


  Una de ellas encierra la cotidianidad de una vida sin valores, donde el tiempo transcurre deprisa, buscando urgentemente el placer momentáneo, que se asemeja a una brizna de felicidad. Pero es muy difícil conseguirla cuando se es consciente de que todo lo que nos rodea tiene un carácter temporal y finito. La otra, nos compromete a seguir los pasos de Cristo, abriendo los ojos del alma y acogiendo a la multitud que ha quedado caminando, al otro lado, sin Pastor. Hemos decidido cruzar libremente, para estar al lado del Maestro que sacia todos nuestros deseos; que nos da la Vida y nos alcanza la Verdad. Pero Jesús, como ha hecho siempre, quiere que conozcamos el destino que nos aguarda si, reafirmándonos en nuestra fe, nos hacemos discípulos suyos a través del Bautismo. Nos recuerda que cruzar el lago y pertenecer a la Iglesia, requiere una disposición radical.


Para entender una exigencia tan grande, el Señor replicó a un discípulo que había perdido a su padre: “Sígueme y deja a los muertos enterrar a sus muertos”. San Juan Crisóstomo quiso aclararnos esta frase explicando que el Maestro no le prohibió al hombre enterrar a su padre, porque le mandara descuidar el honor debido a aquellos que nos han engendrado; ya que eso sería ir en contra de uno de los mandamientos que nos mandó obedecer. Sino que, para darnos a entender-de una forma gráfica- que nada debe haber en nosotros más necesario que las cosas del Cielo, utilizó la metáfora de la importancia del amor filial.


Debemos entregarnos a la voluntad divina con todo el fervor de nuestra alma y no podemos permitir que cosas, que a veces parecen ineludibles y urgentes –sin que lo sean- nos aparten de cumplir nuestros deberes con Dios. Cuantas veces anteponemos un querer, un deseo, que a nada nos conduce porque cuando menos lo esperamos se lo lleva el viento, delante del deber de dar culto y alabanza a Dios. Justificamos lo injustificable para no asistir a la Misa dominical, dar un rato de nuestro tiempo a algún hermano que vive en soledad, o facilitar la vida a nuestros conciudadanos con nuestra ayuda comunitaria o particular. No conozco a nadie que se conforme, salvo el que ama locamente que intenta disculpar continuamente, con que su amado le visite un solo día a la semana. Pero lo que sí puedo aseguraros es que a ese Alguien se le parte el Corazón cuando sabe que somos capaces de ignorarlo y olvidarlo por cualquier causa o condición.


Por eso Cristo nos pide, al cruzar la orilla, que compartamos su vida y hagamos nuestros sus proyectos, manifestando al mundo su mensaje. Que le repitamos a la gente, lo que Él aquel día a la orilla del lago predicó a los suyos: que el “Hijo del Hombre” anunciado por el profeta Daniel, había llegado porque era el Hijo de Dios. Que se le ha dado el dominio, el honor y el Reino. Que todos los pueblos le servirán y que su dominio, que será eterno, no pasara; y que su Reino –ese que compartimos junto a Él- jamás será destruido. Esa es la inmensa alegría y la permanente esperanza del cristiano, que cruza el lago con esfuerzo pero con la seguridad de que nada es comparable a la vida en Dios. Todo en esta orilla adquiere su verdadero sentido; y la certeza inunda la existencia del cristiano, que valora cada minuto como el tiempo necesario para manifestar a Cristo, nuestro amor incondicional.