1 de julio de 2013

¡Acojamos a Cristo!



Evangelio según San Lucas 9,51-62.



Como ya se acercaba el tiempo en que sería llevado al cielo, Jesús emprendió resueltamente el camino a Jerusalén.
Envió mensajeros delante de él, que fueron y entraron en un pueblo samaritano para prepararle alojamiento.
Pero los samaritanos no lo quisieron recibir porque se dirigía a Jerusalén.
Al ver esto sus discípulos Santiago y Juan, le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que los consuma?»
Pero Jesús se volvió y los reprendió.
Y continuaron el camino hacia otra aldea.
Mientras iban de camino, alguien le dijo: «Maestro, te seguiré adondequiera que vayas.»
Jesús le contestó: «Los zorros tienen cuevas y las aves tienen nidos, pero el Hijo del Hombre ni siquiera tiene donde recostar la cabeza.»
Jesús dijo a otro: «Sígueme». El contestó: «Señor, deja que me vaya y pueda primero enterrar a mi padre.»
Jesús le dijo: «Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú ve a anunciar el Reino de Dios.»
Otro le dijo: «Te seguiré, Señor, pero antes déjame despedirme de mi familia.»
Jesús le contestó: «El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios.»


COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Lucas se observan puntos de meditación de una gran profundidad. Lo primero que nos reseña este episodio es la firme decisión de Jesús de cumplir la voluntad de su Padre, encaminándose hacia Jerusalén. Sabe el Maestro que lo que le espera en la Ciudad Santa es la cruz, el sufrimiento; pero también sabe que su pasión y su muerte son el único camino para alcanzar la resurrección y la ascensión gloriosa donde cada uno de nosotros, los bautizados, seremos redimidos y recuperaremos la vida eterna. El evangelista describe la subida a Jerusalén como una ascensión donde va a manifestarse la salvación; pero esa salvación, como nos ha recordado Jesús en innumerables ocasiones, pasa inevitablemente por aferrarse a la Cruz. Cruz, que en el fondo, será la gloria y la exaltación del propio Cristo.


  Cuantas veces nosotros, vislumbramos las dificultades que pueden surgir si seguimos los pasos que el Señor nos ha hecho percibir en la lectura de su Palabra, o en la oración íntima y personal; y, ante la duda de perder lo que tenemos, en aras de hacer lo que debemos, acallamos nuestras voces interiores, convenciéndonos de que son fruto de una respuesta ocasional. Es por eso que Nuestro Señor ha querido dejar reseñada su actitud en este párrafo evangélico, para que tomemos ejemplo de Él y comprendamos que en esta vida lo que debemos hacer por amor a Dios hay que hacerlo con decisión firme y llenos de ese valor que sólo se encuentra en la Gracia, que recibimos de los Sacramentos.

  Sigue el versículo hablándonos de la postura de los samaritanos, aquellos que “no le acogieron”. Ante todo es necesario hacer un poco de historia, para que comprendáis el porqué del antagonismo que existía entre los habitantes de Samaria y Jerusalén. A finales del siglo VIII a. C., cuando los asirios ya habían destruido el reino de Israel, repoblaron la región de Samaria con gentiles, que se mezclaron con los antiguos hebreos que se encontraban allí. Con la restauración de Jerusalén, que había sufrido la derrota ante los babilónicos y el destierro, los judíos –al revés que los samaritanos- al regresar quisieron proteger la identidad de su pueblo y la pureza de su religión. De ahí que consideraran el Templo de Jerusalén como el único lugar al que debían acudir para ofrecer los sacrificios a Dios. Ante esto, los samaritanos se rebelaron y construyeron su propio templo en el monte Garizim, sintiéndose excluidos y menospreciados.

  Viendo la actitud que habían tenido los habitantes de Samaria con el Maestro, los apóstoles respondieron llevados de la ira y el rencor; pero Jesús corrigió sus deseos de venganza y les recordó que esa postura era contraria a su misión mesiánica. Él había venido a salvar a los hombres, hasta aquellos que por ignorancia no deseaban ser salvados; nunca a perderlos. Cada uno de nosotros, tan prontos a tratar con dureza la debilidad del prójimo, hemos de aprender a compartir ese amor que nace del Corazón de Cristo, donde todos tenemos cabida: los que se lo merecen y los que no.

  También debemos plantearnos, cuando el Señor nos llame para compartir con nosotros su misión redentora, si estamos dispuestos a seguirle o, como los samaritanos, apartarlo de nosotros sin dejar que habite en nuestro interior. Si seremos capaces de abandonarle en su caminar, con la cruz a cuestas, hacia el Calvario; o bien, aferrándonos a su mano, seguirle por los senderos de este mundo hasta la Jerusalén Celestial. Pero seguir a Jesús, como sigue contándonos el Evangelio, requiere una firme decisión que esconde radicalidad y huye de los términos medios, porque no hay vacaciones en el amor y la fe.


Ser discípulo de Cristo significa estar desprendido de todo aquello que disfrutamos pero que no poseemos: las personas, los amigos, la familia, el dinero, los negocios, los deseos, las iniciativas, los proyectos…Todo es un préstamo que Dios nos ha dado y que debemos estar dispuestos a devolver. Jesús se desprendió  de todo por nosotros, hasta de su vida; por eso cada uno de nosotros, al hacernos otros Cristos en Cristo por el Bautismo, hemos de estar dispuestos a medir nuestras prioridades y despojarnos de todos aquellos bienes futuros que nos hacen renunciar a los bienes presentes. Ser cristiano debe inundar nuestro ser, porque no tenemos parcelas compartimentadas donde ser fieles seguidores de Cristo ocupe solamente unos días a la semana o unos ciertos lugares determinados. Ya comamos, ya bebamos, ya nos divirtamos, lo hacemos como Hijos de Dios dispuestos a anteponer esa realidad a todas las circunstancias que nos rodean. Pero sobre todo, anteponiéndolo al propio yo, que se entrega en la aceptación amorosa de un Tú, cuando nos pregunta en la soledad de nuestra conciencia, si le queremos seguir.