19 de julio de 2013

¡Sólo Dios basta!



Evangelio según San Mateo 11,28-30.


Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.
Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio.
Porque mi yugo es suave y mi carga liviana".



COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Mateo, corto en su extensión pero profundo en su contenido, nos muestra unas palabras del Maestro que son un bálsamo de ternura para nuestros corazones cansados. Ese “yugo” del que habla Jesús, era el que se correspondía con la Ley de Moisés que, con el paso del tiempo, se había sobrecargado con prácticas insoportables e interminables minucias que, en vez de traer la paz que era su verdadera finalidad, provocaba una profunda intranquilidad al comprobar la dificultad de su cumplimiento.


  Por eso Jesús nos recuerda que, como ya había profetizado Oseas: “Con vínculos de afecto los atraje, con lazos de amor…” el tiempo de la restauración ha llegado; y con el Mesías ha sobrevenido el espacio del Amor que atrae a los hombres a unirse con Él, para soportar un yugo ligero y una carga liviana que no abruma a los hombres. Y para demostrarlo, el propio Cristo nos señala que es capaz, no sólo de compartir, sino de asumir nuestra culpa para librarnos del castigo derivado del pecado original, la muerte eterna. Que todos los problemas de este mundo, que nos oprimen y nos abruman, son el fruto de haber apartado a Dios de nuestras vidas.


  Nos han hecho creer que el cristianismo tiene normas que ahogan la libertad y que conforman nuestras miserias; cuando, como decía san Agustín, las “cargas” de Cristo nos alivian del peso de nuestras mezquindades, porque tienen alas. Si a un pájaro le quitamos las alas, parece que pesa menos y que por ello volará más alto, pero en cambio lo que hemos hecho, al suprimirle los apéndices, es atarlo totalmente al suelo sin permitir que arranque el vuelo hacia ese cielo que es su medio habitual.


  Los Mandamientos, las Bienaventuranzas, la Ley de Dios trascendida y manifestada por Cristo, es el camino para que el hombre alcance la verdadera felicidad. Los egoísmos, la soberbia, el vicio y la libertad mal entendida son la causa de todos nuestros problemas. Jesús nos advierte que sólo a su lado, abriendo nuestro corazón a la fe de sus promesas, la paz y el sosiego inundarán nuestro ser permitiéndonos alcanzar el gozo en medio de la tribulación. Si pasáramos más ratos al lado del Señor, en la cercanía del Sagrario; o le recibiéramos en nuestro interior, a través de la Eucaristía, compartiríamos el Amor que no defrauda, que no olvida, que siempre camina a nuestro lado poniendo su hombro para cargar sobre él, el peso de las “cruces” diarias que la vida nos depara. Así, ya no deambulamos solos por los senderos del mundo, sino que compartimos con Jesús nuestras penas y alegrías, logrando encontrar el verdadero sentido de todas ellas y aligerando las tribulaciones que, en soledad, son difíciles de sobrellevar.


  Si humilláramos nuestro sentir y nos mostráramos como en realidad somos, con todos nuestros errores y nuestras debilidades, en el sacramento de la Penitencia donde recurrimos a la misericordia divina, tal vez encontraríamos ese reposo y esa serenidad que, moral y anímicamente, nos es tan necesario. Somos una unidad inseparable de cuerpo y espíritu y, aunque pensemos que nada nos afecta, el mismo agobio emocional repercute somáticamente en nosotros y nos quita la tranquilidad y el bienestar. El Señor nos entregó su Iglesia, a la que tristemente desconocemos en su realidad, para que en ella y como miembros de ella, permanezcamos en Cristo que es el Camino, la Verdad y la Vida. Nos la dejó para que recibiéramos la Gracia, a través de la vida sacramental, que nos da la fuerza, nos llena de fe y nos inunda de esperanza.


  Jesús también nos indica, al referirse a Sí mismo como “manso y humilde de corazón” que hemos de ser, tomando ejemplo suyo, esa persona paciente que desiste de la cólera y el enojo, poniendo su confianza en Dios. Que de nada sirve, salvo para perder energías, ofender a nuestro prójimo o intentar defender nuestra razón a golpe de gritos que ahogan los argumentos de los demás. Cada uno de nosotros conoce la verdad, que no es mía ni tuya, sino aquella que se conforma a la realidad de lo sucedido, sin conjeturas ni justificaciones. No importa lo que los demás piensen de nosotros, si cada uno de nosotros sabe lo que Dios piensa de él. Por eso he creído conveniente, para comprender el sentimiento que acompaña a aquellos que han alcanzado el sentido de las palabras de Jesús, traer a colación ese verso de santa Teresa que demuestra la paz que inunda el alma santa que vive en y para Dios:



“Nada te turbe,

Nada te espante.

Dios no se muda.

La paciencia todo lo alcanza,

A quien a Dios tiene

Nada le falta,

Sólo Dios basta.”