10 de julio de 2013

¡Ya estamos tardando!



Evangelio según San Mateo 10,1-7.


Jesús convocó a sus doce discípulos y les dio el poder de expulsar a los espíritus impuros y de curar cualquier enfermedad o dolencia.
Los nombres de los doce Apóstoles son: en primer lugar, Simón, de sobrenombre Pedro, y su hermano Andrés; luego, Santiago, hijo de Zebedeo, y su hermano Juan;
Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago, hijo de Alfeo, y Tadeo;
Simón, el Cananeo, y Judas Iscariote, el mismo que lo entregó.
A estos Doce, Jesús los envió con las siguientes instrucciones: "No vayan a regiones paganas, ni entren en ninguna ciudad de los samaritanos.
Vayan, en cambio, a las ovejas perdidas del pueblo de Israel.
Por el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca.



COMENTARIO:

  Jesús nos manifiesta, en este Evangelio de san Mateo, que el Señor para llevar adelante el Reino de Dios que va a inagurar, fundará un nuevo pueblo de Dios, la Iglesia; y para realizar ese fin elige doce hombres, a los que ya había llamado, dándoles instrucciones y otorgándoles poderes. Son elegidos doce, para sustituir y suceder a aquellas doce tribus primigenias que fundaron el Pueblo de Israel, del que debía nacer el Mesías, y que eran germen de su Iglesia. Ahora, esa función ya está cumplida y por ello, Jesús eleva y trasciende a su Pueblo, al fundar uno nuevo, como raíz del antiguo: la Iglesia de Dios, que es la inserción de todos los bautizados en el propio Jesucristo.


  La Iglesia seguirá, hasta el fin de los tiempos, la misma estructura que tuvo su fundador: una parte divina y una parte humana. Por eso surgieron esos doce hombres dispuestos, en principio, a servir al Señor y ser las columnas que iban a ayudar a sostener el edificio de la salvación: Pedro y Andrés, Santiago el Zebedeo y Juan, Felipe, Bartolomé, Tomás, Mateo, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón y Judas. Ya entonces, desde el primer momento, porque no hay nada más preciado para Dios que la libertad, la Iglesia primitiva tendrá que sufrir la traición de uno de ellos, la peor, la entrega de Cristo para ser crucificado, por uno de los suyos, Judas. Y es que el diablo siempre intensifica las tentaciones con aquellos que son más importantes para la tarea que Dios nos tiene encomendada.


  De entre todos los elegidos por el Señor, muchos de ellos eran hermanos y otros, familia; pero eso no es una casualidad temporal, sino el ejemplo de que la fe se transmite a través de la Palabra y el ejemplo. ¿Nos hemos preguntado cómo es posible que seamos incapaces de atraer a los demás a Cristo, cuando no hay nada mejor que Cristo? Pues porque no tenemos la confianza suficiente que nos da la certeza de que Jesús camina a nuestro lado. De que nada pasará que no nos convenga, porque todo está en manos de la Providencia. Y es esa confirmación la que provoca una alegría interior que, como somos cuerpo y espíritu, se refleja en nuestros actos. Así cambiaron aquellos primeros cristianos un mundo totalmente paganizado: sin vergüenza para hablar de Dios en cualquier lugar, y con una actitud de amor que abría sus brazos a todos, porque no guardaba rencores a nadie. Ocupándose, y no preocupándose, porque todos descansaban en las manos del Señor.


  Jesús al fundar su Iglesia, envió a los Apóstoles primero al Pueblo de Israel, nuestros ascendentes y, posteriormente, a todos los demás pueblos para que se hicieran sus discípulos, santificándose y expandiendo la salvación a través de la Iglesia, haciéndose Iglesia. Como la misión de Cristo es eterna, su obra se continúa con la transmisión a los sucesores de los Apóstoles, los Obispos, de aquella potestad que dio a los primeros –ser Pastores- y sobre todo, con su asistencia hasta el fin de los siglos. Instituyó diferentes ministerios que están al servicio de los hermanos y nos llamó a todos, los que por el Bautismo somos sus discípulos, con distintas funciones, a predicar al mundo la cercanía del Reino de los Cielos: la Palabra de Dios y la necesidad de los Sacramentos.


  El Señor llamó a aquellos hombres por su nombre. Hoy, nos ha llamado a ti y a mí por los nuestros para que, en medio de ese mundo descristianizado, nos pongamos en marcha con la convicción de que la ayuda divina no nos ha de faltar. Nuestra vida tiene un propósito, un objetivo, una misión: hacer la voluntad de Dios, participando con Él en la transmisión de la fe ¡Ya estamos tardando!