Evangelio según San Juan (Jn 15, 1-8)
Yo soy la vid
verdadera, y mi Padre es el viñador.
Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto.
Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado.
Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada.
Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden.
Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis.
La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos.
Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto.
Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado.
Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada.
Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden.
Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis.
La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos.
COMENTARIO:
Este Evangelio
de Juan nos recuerda que los cristianos somos sarmientos injertados por el
Bautismo, en la Vid –que es Cristo-. Que su savia corre por nuestra alma,
trascendiendo nuestra naturaleza para, a través de los Sacramentos, hacernos
uno con Nuestro Señor. De esta manera, todos aquellos que estamos unidos a
Jesús, formamos con Él el nuevo Israel de Dios, la Iglesia, cuya Cabeza es el propio
Jesucristo. Pero pertenecer no significa vivir; porque vivir es elegir. Cada
uno de nosotros, bautizados en el Señor, hemos de decidir si queremos recibir
la Gracia que nos convertirá en Hijos de Dios y fieles trasmisores de la
Palabra.
Hace falta que
estemos unidos a Cristo para producir beneficios; porque no se trata de
pertenecer a una comunidad, sino de tener vida en el Señor, vida de Gracia, que
es la fuerza que anima al creyente y lo capacita para realizar obras de
santidad y vida eterna. Sin Jesús no somos nada, sólo animales capaces de
destrozarnos por defender nuestra parcela de egoísmo y placer. Necesitamos de
la intimidad divina para crecer en virtudes y valores, siendo capaces de
cambiar ese mundo que Dios nos entregó. En Él y por Él, hemos sido regenerados
en el Espíritu para producir frutos de una vida que ya no es caduca, sino nueva
y fundada en el amor de la entrega; que nos insta a ser fieles en el
cumplimiento de los mandamientos, para que conservemos los bienes que el Señor
nos confió, entre ellos nuestra propia persona.
Jesús nos
recuerda que todo lo creado tiene una finalidad inscrita en su naturaleza; y
nosotros, por estar creados a imagen de Dios accedemos a ella a través de la
libertad que hace meritorios nuestros actos y, por ello, capaces de recibir un
premio o un castigo. Fuimos llamados a la vida para acceder a la Vida,
respondiendo con nuestra libertad. Si un cuchillo no corta, se tira; si un
bolígrafo no escribe, se desecha, porque todo ello ha sido construido para
llevar a buen término la misión que le corresponde. Cualquier cosa que tiene un
principio, lleva en ese principio su porqué y su para qué; pero sólo el hombre
es capaz, porque el amor nunca es obligado, de olvidar su pertenencia y
renunciar a su destino. Cristo nos ha llamado, desde antes de todos los
tiempos, a ser Iglesia y por ello, transmisores de la fe y de la Palabra desde
cualquier situación y circunstancia humana.
Ahora bien, no
olvidemos nunca –porque olvidarlo es uno de los objetivos del diablo- que la
caridad de Dios siempre viene de la mano de la justicia divina; y ser justo, es
dar a cada uno lo que le corresponde: a los que han obrado bien, el premio de
la Gloria, al lado del Señor; y a los que han decidido desobedecer y obrar mal,
el castigo eterno. No me cansaré de recordar, porque Jesús lo repite en el
Evangelio, que alejarnos de Dios y desprendernos de la Vid es secarnos y
terminar arrojados al fuego, donde arderemos eternamente en el odio y la
desesperación.
Vivir en la
unión íntima con Cristo, a través de la Iglesia, es nutrirnos de los auxilios
espirituales que el Señor ha dejado a todos los fieles para que podamos cumplir
debidamente nuestras obligaciones, apoyándonos en nuestros hermanos. Jesús
sabe, porque ha sido hombre y ha estado entre nosotros, que las circunstancias
ordinarias de la vida intentarán apartarnos de su lado, y que para permanecer
fieles necesitaremos la Gracia necesaria para que ilumine nuestra inteligencia
e inflame nuestra voluntad. ¡Lo necesitaremos a Él! De ahí que, antes de subir a
los cielos, el Señor instituyera la Iglesia para que todos pudiéramos
participar de su salvación a través de los Sacramentos. Sólo creciendo en esta
unión; siendo uno más de la comunidad cristiana y realizando nuestras tareas en
conformidad con la Voluntad de Dios, lograremos alcanzar las promesas que ya
san Pablo expresó a aquellos primeros cristianos que vivían su fe en la
dificultad de la Roma de Nerón:
“Porque así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros,
y no todos los miembros tienen la misma función, así nosotros, que somos
muchos, formamos en Cristo un solo Cuerpo, siendo todos miembros los unos de
los otros” Rm 12, 4-5