14 de julio de 2013

¡Lo peor es el pecado!



Evangelio según San Mateo 10,24-33.


El discípulo no es más que el maestro ni el servidor más que su dueño.
Al discípulo le basta ser como su maestro y al servidor como su dueño. Si al dueño de casa lo llamaron Belzebú, ¡cuánto más a los de su casa!
No les teman. No hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido.
Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día; y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas.
No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo a la Gehena.
¿Acaso no se vende un par de pájaros por unas monedas? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae en tierra, sin el consentimiento del Padre que está en el cielo.
Ustedes tienen contados todos sus cabellos.
No teman entonces, porque valen más que muchos pájaros.
Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo lo reconoceré ante mi Padre que está en el cielo.
Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres.


COMENTARIO:

  Estas exhortaciones que el Señor nos hace, desde el Evangelio de Mateo, bien pueden resumirse en la frase de Jesús que todo cristiano debe asumir como lema de su vida: “No les tengáis miedo”. El Maestro nos invita a descansar en la paternal providencia de Dios, de la que tantas veces nos ha hablado al relatar las dificultades, los sufrimientos y las persecuciones que nos podemos encontrar todos aquellos que hemos decidido, tras el Bautismo, ser sus discípulos.


  Ninguno de nosotros podrá decir que ignoraba lo que podía ocurrir si éramos fieles a la misión divina; porque el Señor no ha querido dejarnos ninguna duda sobre la realidad que nos espera al atrevernos a cargar la cruz de cada día, para ser partícipes de la Redención con Cristo. Pero, justamente porque sabe lo que podemos encontrar, nos requiere a que estemos preparados y seamos abanderados de la Verdad. Nos recuerda que no es de buenos cristianos ser cobardes; ni ser prudentes ante el menosprecio y el ridículo de nuestra fe, porque nuestro Dios ha querido que seamos nosotros, los que eligió antes de la creación para ser, los que le defendamos ante un mundo que, como entonces, quiere acabar con Él.


  Jesús insiste en que la fuerza de la Gracia no nos ha de faltar, pero sólo si nos encontramos en el marco de la misión donde, con fidelidad, confesamos en voz alta y sin miedo que Jesucristo es el Hijo de Dios, ayer, hoy y siempre. Somos miembros de esa Iglesia que nació, por voluntad divina, para la propagación del Reino de Cristo en toda la tierra; y, como se nos exige desde el Evangelio, hemos de transmitir nuestra fe siendo sus testigos sin miedos, sin tapujos y con la alegría propia de aquellos que se saben bajo la protección del que todo lo puede, porque es el Todo.


  Tal vez, nuestro problema sea no darnos cuenta de que no hay nada peor en esta vida que vivir en pecado mortal. Jesús nos avisa, una y mil veces, que nuestro termómetro para medir la felicidad, está estropeado. Que el placer, el egoísmo, el poder y el poseer son caminos que, inevitablemente, nos conducirán a una angustia existencial, ante el solo temor de perderlos. Y, por más que nos empeñemos, es un hecho inexorable que estamos condenados a abandonarlo todo ante una muerte que no hace diferencias ante un nombre, una edad o una posición. El Señor nos advierte a todos aquellos que tenemos seres queridos cerca, a saber priorizar nuestros intereses y no cometer el error, por ejemplo a nuestros hijos, de obligarles a estudiar inglés perfectamente para que tengan un buen “futuro”, que tal vez termine mañana, cuando olvidamos imprimir en su alma los valores perdurables, acercándolos a la fe. Olvidamos que su verdadero futuro no se encuentra en este mundo, sino al lado de Dios en un proyecto eterno, que se decide en esta vida. Esa es nuestra principal obligación: acercar a los Sacramentos, respetando su libertad, a todos aquellos que el Maestro ha puesto a nuestro lado; ya que sin la fuerza de la Gracia, están condenados a una vida sin esperanza y a una muerte sin final.