28 de julio de 2013

¡El regalo de Dios!



Evangelio según San Lucas 11,1-13.


Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos".
El les dijo entonces: "Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino;
danos cada día nuestro pan cotidiano;
perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación".
Jesús agregó: "Supongamos que alguno de ustedes tiene un amigo y recurre a él a medianoche, para decirle: 'Amigo, préstame tres panes,
porque uno de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que ofrecerle',
y desde adentro él le responde: 'No me fastidies; ahora la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos'.
Yo les aseguro que aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario.
También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá.
Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre.
¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su lugar una serpiente?
¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión?
Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan".



COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas comienza con una de esas lecciones de Jesús, que no necesitan palabras. Su ejemplo mueve a sus discípulos a quererlo imitar; y la oración del Padrenuestro surge como respuesta ante aquellos que se admiran al verlo orar con el Padre. Por eso esa oración es verdaderamente única, ya que es totalmente del Señor que la entrega a sus hermanos los hombres, porque conoce nuestras inquietudes y nuestras necesidades.


  Ese primer punto del texto tiene que servirnos como acicate para comprender el valor que tiene en cada uno de nosotros el testimonio público de nuestra fe. Hacer la señal de la Cruz –que es el distintivo de todos los cristianos- en cualquier momento del día, circunstancia o lugar, no debe ser causa de vergüenza que nos lleve a escondernos o a hacerla con rapidez para que nadie nos vea; sino la manifestación evidente de nuestra confianza en Cristo. En Él, desde primera hora de la mañana, ponemos lo que somos y tenemos y le adoramos con nuestro cuerpo, nuestros actos, igual que con nuestro corazón. Dar gracias del alimento recibido, bendiciendo la mesa, no puede ser una actitud que sólo se vive en la intimidad del hogar, sino una práctica que realizamos, con total naturalidad, antes de comer en cualquier sitio donde nos encontremos, solos o con amigos. Y desgranar las bolas del Rosario, en ferviente oración, es transmitir a los demás la esperanza de la Iglesia, donde los años de la Tradición nos recuerdan la fuerza que tiene ante Dios esa plegaria continuada y compartida.


  El Verbo encarnado, Jesucristo, conoce en su corazón de hombre nuestras necesidades, y por eso nos ha enseñado que en Dios se encuentra ese Padre que nos ha enviado a su Hijo, no sólo a salvar a los justos, sino sobre todo a los pecadores entre los que nos encontramos. Que desea que yo le ame, porque me lo ha perdonado todo con un amor admirable que le ha llevado a entregar su vida por mí. Que nos mueve a pedir el pan de cada día, el alimento diario de cada jornada. Lo suficiente, lo necesario; aquello que nos aleja de la miseria pero también de la opulencia que no es propia de la austeridad cristiana. Lo que nuestro Dios sabe que es bueno para nosotros, por eso no sólo pedimos el pan material, sino también el espiritual, la Eucaristía, sin la cual nuestro espíritu no puede vivir. Y lo reclamamos cada día, porque si reconocemos su valor, es impensable no intentar recibirlo cada día y existir de modo que diariamente seamos dignos de recibir aquello que nos es provechoso, Dios mismo.  Pedimos consecuentemente la Gracia, que nos dan los Sacramentos, para tener la fuerza necesaria para vencer la tentación; que no consintamos por error, ni que cedamos por desaliento, sino que la fortaleza nos asista cuando nos falten las propias fuerzas.


  El señor acompaña el Padrenuestro con una enseñanza sobre el valor de la oración de petición. Nos indica que su eficacia, que siempre adquiere respuesta porque Nuestro Padre que ha sido capaz de entregar a su Hijo por nosotros, se basa en el amor de Dios que no puede negarnos nada, siempre que lo que le pidamos sea adecuado a nuestra necesidad máxima: nuestra salvación. Debemos amar más de los que nos aman; respondiendo con el perdón con el que somos perdonados. Pero bien sabe Dios que ante nuestra pequeñez, necesitamos la fuerza del Espíritu santo que nos entrega en el Bautismo, para que estemos en comunión con Él y seamos capaces de participar en Cristo, teniendo parte de la Gloria eterna. Esa oración que nos da Jesús, es el reflejo más grande del regalo divino hacho al hombre: el amor de Dios inmenso, fecundo e incondicional.