Evangelio según San Marcos 16,15-18.
Entonces
les dijo: "Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la
creación.
El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará.
Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas;
podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán".
El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará.
Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi Nombre y hablarán nuevas lenguas;
podrán tomar a las serpientes con sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los curarán".
COMENTARIO:
Este Evangelio
de Marcos es una continuación lógica del que meditamos ayer. Si recordáis, el
Señor llamó –eligió- a sus discípulos para que fueran fieles transmisores de su palabra, de su salvación; y para ello,
los constituyó en Iglesia. Pues bien, hoy Jesús condensa con su mensaje, cual
va a ser su verdadera misión y la de todos aquellos que decidimos, libremente,
ser sus discípulos; manifestando el destino universal de la salvación y la
necesidad del bautismo para acceder a ella.
Pertenecer a la
Iglesia de Cristo no es una opción como la de formar parte de un club de recreo
social, que nos distrae y ocupa nuestro tiempo, sino que es una elección que
nos cambia la vida, porque en ella recibimos la verdadera Vida. El Maestro no
busca, como podemos ver en el texto, paralelismos ni metáforas para hacernos
llegar esta buena noticia:”El que crea y sea bautizado, será salvo”. Escueto
mensaje que no admite ni dobles interpretaciones, ni errores de contenido.
En todos estos
siglos, ya se ha encargado el diablo de resaltar los errores que, como seres
humanos, hemos cometido los cristianos que formamos parte de la Iglesia
visible; intentando que olvidemos que la Iglesia es mucho más que sus miembros.
Es la unión, por la inserción de cada uno de nosotros en Cristo a través del
Bautismo, de todos los sujetos que como los sarmientos que se unen a la vid,
reciben la savia de la cepa que les devuelve la vida: la Gracia. A través del
Sacramento bautismal somos hechos hijos de Dios en el Hijo y, por ello,
formamos parte de esa familia divina que es el cuerpo Místico del Señor: la
Iglesia. Cada uno de nosotros es, tras recibir las aguas del bautismo, Iglesia
en sí mismo; aunque esté solo, aunque esté lejos; aunque casi no esté…porque,
nos guste o no, todo aquel que ha sido cristianado lleva un tatuaje imborrable
en el alma, que lo caracteriza como tal.
Dios imprime su sello en aquellos que ama y a los que dirige una petición
especial; otra cosa es que, tristemente, no queramos responder a su llamada. Lo
que ocurre es que, aún así, aunque nosotros nos olvidemos de Dios y nos
separemos de Él, por el pecado, el Señor nos espera en nuestro interior, con
paciencia, por aquella Gracia que recibimos en el momento de nuestro bautismo y
que, aunque lo desconozcamos, nos ha librado de muchos peligros en el
transcurrir de nuestra existencia. Dios aguarda nuestra vuelta, porque tiene
todo el tiempo del mundo, pero nosotros, no.
Dios no podía
entregar la salvación de forma generalizada a todos los hombres; porque eso
hubiera sido una falta de justicia. La entregó a su Iglesia para que, cada uno
de nosotros en libertad, decidamos si queremos alcanzarla. Sólo Dios salva,
pero ha querido requerir para ello nuestra participación; nuestra entrega,
nuestro deseo y, sobre todo, nuestro amor. Quiere que desandemos el camino de
la desobediencia que recorrió Adán, y le demostremos que somos capaces de
elegirlo, de aceptarlo como Nuestro Señor, uniendo nuestra voluntad a la suya.
Es por eso que la Iglesia peregrina es necesaria para la salvación; pues
Cristo, que es el único Mediador y Salvador, quiso regalarnos en ella los Sacramentos,
donde participamos de su vida divina y nos hacemos uno con Él.
Que ninguno
piense que esta realidad se contrapone al deseo universal de Dios de que todos
los hombres se salven; sino que muy al contrario, todos aquellos que por
desconocimiento de la Verdad revelada, actúan haciendo el bien, porque, aunque
no lo sepan, son fieles a la ley natural impresa por Dios en su alma, en
realidad y sin saberlo, han percibido a Dios que es el Bien absoluto. Y por
ello, si hubieran recibido la instrucción necesaria, se hubieran bautizado y
hubieran formado parte del Pueblo de Dios. Todos ellos, por tanto, reciben sin
saberlo, la salvación que proviene de la Iglesia Santa a través de un bautismo
espiritual que, con seguridad, se hubiera hecho efectivo si lo hubieran
conocido. Pero eso no exime a todos aquellos que han tenido la oportunidad de
pertenecer, y por huir del compromiso, han dado la espalda a Nuestro Señor.
Cada uno en su conciencia sabrá, escuchando las palabras que hoy nos hace
llegar el Señor, en qué lugar se encuentran en la búsqueda del camino de la
salvación.
Es por eso que
el Cuerpo de Cristo, el Pueblo de Dios: la Iglesia; guiada por el respeto a la
libertad y la caridad y sabedora de su obligación apostólica, se empeña –y con
ella todos nosotros, que somos ella- a anunciar a todos los hombres la verdad
revelada definitivamente por Dios, proclamando la necesidad de la conversión a
Jesucristo, que tan fácilmente olvidamos porque huimos de la responsabilidad, y
la adhesión a la Iglesia, a través del Bautismo y de los otros Sacramentos,
para participar plenamente de la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Podemos tener la opinión que queramos, pero la opinión no es certeza y
la certeza la impone la Palabra de Dios que reafirma en el Evangelio la
necesidad de creer y, por ello, pertenecer a la Iglesia, para alcanzar la
salvación.