24 de enero de 2014

¡Vivir con coherencia!



Evangelio de Marcos 3,7-12:

 En aquel tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos hacia el mar, y le siguió una gran muchedumbre de Galilea. También de Judea, de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán, de los alrededores de Tiro y Sidón, una gran muchedumbre, al oír lo que hacía, acudió a Él. Entonces, a causa de la multitud, dijo a sus discípulos que le prepararan una pequeña barca, para que no le aplastaran. Pues curó a muchos, de suerte que cuantos padecían dolencias se le echaban encima para tocarle. Y los espíritus inmundos, al verle, se arrojaban a sus pies y gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios». Pero Él les mandaba enérgicamente que no le descubrieran.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Marcos, presenta varios puntos que son muy interesantes de meditar. Hemos visto en pasajes anteriores, como los doctores de la Ley: fariseos, saduceos, herodianos… buscaban al Señor para perderle. Ellos tenían influencia en el gobierno del pueblo de Israel y, por ello, esperaban recopilar todas las circunstancias que  pudieran ser propicias para su causa;  y así hacer presión política y social ante el quinto prefecto de la provincia romana de Judea, Poncio Pilatos, para condenar a muerte al Señor.

  Pero este episodio nos narra la actitud de esa multitud silenciosa que, en contraste con aquellos que sólo levantaban falsos testimonios, acudían al Maestro reconociéndole como el Hijo de Dios, el Mesías prometido. Las gentes se agolpaban en torno de Jesús; buscando su proximidad y sintiendo la necesidad, escuchar sus palabras que devolvían la salud a su alma. Tanto es así, que el Señor muchas veces para evitar que le aplastaran, predicaba desde la barca de uno de sus apóstoles. Necesitaban verlo, pero sobre todo requerían de ese contacto personal que les llenaba de paz y de gozo. 

  Ahora nosotros, siglos después, tenemos a Cristo aguardándonos en todos los Sagrarios de nuestras iglesias. Cómo entonces, espera podernos transmitir su mensaje, a través del Espíritu Santo que hemos recibido en el Bautismo, directamente al corazón. La diferencia es que aquella multitud que le seguía, se ha ido dispersando fruto del trabajo realizado solapadamente, por las fuerzas del mal. Pero no olvidemos que somos seres libres, y por ello, con la obligación de conocer para que nadie nos pueda manipular; ni siquiera de una forma tan sutil como acostumbra a hacerlo el diablo, en este mundo materialista que nos invade con mensajes subliminales de felicidades perecederas.

  Hemos de “apretujar” al Señor en la Eucaristía; recibirlo con asiduidad, no porque sea bueno, sino porque es imprescindible para alimentar nuestro espíritu y lograr que no muera de inanición; para recibir la Gracia, que es la sabia que corre por nuestras venas y nos infunde la fortaleza para luchar y responder a Nuestro Señor. Hemos de disponer de un tiempo para compartirlo con el Maestro y escuchar, en la intimidad y soledad del Templo, lo que tiene que decirnos.

  Pero en este texto aún hay más por descubrir: la inoperancia de aquellos que seguían a Cristo y que no supieron defenderlo, quedando callados, cuando fue acusado y se liberó, en su nombre, a Barrabás. Una vez leí una frase, que dio paso a un libro, y que denota lo que puede suceder ante la pasividad y la incoherencia de todos los que decimos vivir nuestra fe: “Para que el mal triunfe, sólo se necesita que los buenos no hagan nada”. ¿Qué fue de toda la multitud que buscaba a Cristo, cuando Éste se encontró solo en el Pretorio? ¿Dónde se oían sus voces para defender y dar testimonio del Maestro, cuando el resto lo increpaba y difamaba? Estaban ahogadas y silenciadas por el miedo y la cobardía; haciéndose preguntas absurdas que justificaran su injustificable actitud, y así no tener que ser consecuentes con las respuestas que surgían del fondo de su corazón.

  Hoy nada ha cambiado; siguen vilipendiando a Nuestro Señor y atacándolo, a través de su Iglesia, sin que ninguno de nosotros sea capaz de dar testimonio de su esperanza. Seguimos acobardados y sin querer evidenciar lo que de verdad somos, o deberíamos ser: valientes hijos de Dios en Cristo, dispuestos por su amor a ser testigos de su Palabra. Nadie sabe porqué, pero el Señor ha querido necesitarnos y compartir con nosotros el camino de la salvación; pero ante este hecho ¿nos avergüenza caminar a su lado? Si no es así, demos ejemplo de fortaleza y no permitamos que en nuestra presencia se minusvalore, ridiculice, o se transgreda la Ley de Dios ante nuestra indiferencia. Siempre con amor, porque el hombre es libre de elegir, pero con determinación, hemos de manifestar la Verdad que Cristo nos enseñó: y sólo es una.

  Y no olvidemos que, como nos descubre el texto, vinieron de todos los lugares para estar cerca de Jesús, traspasando las estrechas fronteras de Galilea, como preludio de la universalidad del Evangelio. Todos, de cualquier sitio o lugar, de cualquier tiempo o condición, necesitamos de la Humanidad Santísima de Jesús para, unidos a Él, salvarnos y llegar a Dios. Por Él podemos elevar nuestra mirada hasta lo alto del cielo; por Él podemos ver, como en un espejo, el “rostro” excelso de Dios. Por Él, y sólo por Él, se nos han abierto los ojos del alma para que penetre la luz del Espíritu y podamos gozar del conocimiento eterno de la divinidad.