EVANGELIO DE SAN JUAN:
Con el evangelio de san Juan se
completa y se cierra el número de evangelios tenidos por la Iglesia como
sagrados y canónicos. La diferencia con los sinópticos consiste en que en éste
se aprecia una profundización en la comprensión de la vida y las enseñanzas del
Señor. Existen testimonios de principios de siglo II que muestran la gran
autoridad de la que gozaba este evangelio, pues ya en este tiempo se citaban de
él frases literales o se aludía al sentido de sus expresiones, a través de la
boca de san Ignacio de Antioquía, san Policarpo y san Justino.
Por otra parte se conserva un fragmento del
cuarto evangelio en un papiro de la biblioteca John Rylands de Manchester, el
P52, que fue encontrado en Al Fayum (Medio Egipto) y ha sido datado de la
primera mitad del siglo II -120, 130
d.C.-, mostrando la gran difusión de este evangelio en tan temprana fecha,
considerando, a su vez, que se trata del texto más antiguo que conocemos de los
cuatro evangelios.
De la autoría del cuarto evangelio de san
Juan habla san Ireneo de Lyon -nacido
hacia el año 130 d. C. en Esmirna (Asia Menor) donde conoció a san Policarpo,
que había sido constituido Obispo de Esmirna por el mismo san Juan- al decir textualmente: “Juan, el discípulo
del Señor, el mismo que reposó en su pecho, ha publicado el Evangelio durante
su estancia en Éfeso”. Existe también el testimonio de Papías de Hierápolis,
del que sabemos por Eusebio de Cesarea, que fue discípulo de san Juan. Aunque
Papías habló de Juan Apóstol y de Juan
el Presbítero, tanto san Ireneo como san Eusebio entendieron, sin género de
dudas, que el autor del Evangelio fue el Apóstol. A partir del siglo IV es tradición
común y constante atribuir al Apóstol san Juan el cuarto evangelio.
En san
Juan, como en los Sinópticos, se encuentra el mismo esquema que presentaban los
Apóstoles en su predicación oral: Jesús comienza su ministerio público tras ser
bautizado en el Jordán por Juan el Bautista; predica y obra milagros en Galilea
y Jerusalén y acaba su vida en la tierra con la Pasión y Resurrección gloriosa.
Pero dentro de ese cuadro general, en san Juan se descubre una estructura
peculiar caracterizada por la mención de las distintas fiestas judías y por la
progresiva manifestación de Jesús como Mesías e Hijo de Dios. A grandes rasgos
el esquema del cuarto evangelio puede presentarse de la siguiente manera:
·
Prólogo (1,1-18): Se ensalza a Jesucristo como el Verbo
eterno de Dios, creador del mundo junto al Padre, iluminador de todos los
hombres, que se ha hecho hombre para comunicar al mundo la verdad sobre Dios y
dar la posibilidad de ser hijos de Dios a cuantos crean en Él.
·
Primera parte: La manifestación de Jesús como el
Mesías mediante sus signos y palabras (1,19-12,20). Abarca desde el testimonio
de Juan Bautista sobre Jesús hasta la Pascua en que sucederá su muerte. Tras
una introducción que recoge el primer testimonio del Bautista y la vocación de
los primeros discípulos, presenta la primera manifestación de Jesús como
portador de la salvación y las primeras adhesiones de fe (2,1-4,54). Esta
manifestación se realiza a través de su ministerio en Galilea; un primer viaje,
por la fiesta de la Pascua a Jerusalén; y el retorno a Galilea pasando por
Samaria. A continuación Jesús manifiesta su divinidad (5,1-47) en una subida a
Jerusalén con motivo de una fiesta. De nuevo en Galilea se presenta como el Pan
de Vida (6,1-71) y otra vez en Jerusalén, durante la fiesta de los
Tabernáculos, se revela como enviado del Padre, La Luz del Mundo y el Buen
Pastor (7,1-10,21). En una nueva confrontación con los judíos en Jerusalén, en
la fiesta de la Dedicación, Jesús dice que Él es uno con el Padre (10,22-42) y,
en Betania, donde Jesús resucita a Lázaro, se presenta como el que otorga al
hombre la resurrección y la vida eterna (11,1-57). Finalmente, tras la unción
por María en Betania, Jesús es aclamado Rey mesiánico en Jerusalén (12,1-50).
·
Segunda Parte: Manifestación de Jesús como el Mesías,
Hijo de Dios, en su Pasión, Muerte y resurrección (13,1-21,25). Comienza
con la última cena, sigue con su pasión
y muerte y finaliza con als apariciones del resucitado. El sepulcro vacío y las
apariciones testimonian el realismo de la resurrección. Jesús resucitado
infunde a sus Apóstoles el Espíritu Santo, les da el poder de perdonar los
pecados, y establece a Pedro guía de su Iglesia.
Al leer el
cuarto evangelio se aprecia enseguida algunos detalles que hacen sospechar un
proceso de redacción en varias etapas; por lo que algunos rasgos literarios
suponen que la forma actual del evangelio es obra de un redactor final que ha
reelaborado el material ya existente, dándole el orden que actualmente tiene.
Ese redactor final habla, al terminar el libro, en primera persona del
plural -“sabemos que su testimonio es
verdadero…”- haciéndose eco del sentir
de la comunidad, al tiempo que señala “al discípulo que Jesús amaba” como el
“que da testimonio de estas cosas y las ha escrito”.
Los
ortodoxos griegos, en Éfeso, mantienen que junto a san Juan estaba en la cueva,
donde la tradición dice que escribió su evangelio, un escribiente que copió al
dictado lo que san Juan le decía y no podía escribir, por presentar una ceguera
que le impidió terminar su obra. Sea de una manera o de otra lo que está claro
es que “el discípulo que Jesús amaba” y, por tanto, el verdadero autor del
evangelio es el Apóstol san Juan, según se desprende de la comparación de los
datos del mismo evangelio con el de los Sinópticos.
Por otra parte, muchos rasgos literarios de
la obra confirman que quien la escribió era un hebreo, buen conocedor de la
geografía de Palestina, y de las costumbres y las fiestas judías; teniendo su
estilo una clara huella semita en el vocabulario y las costumbres gramaticales.
La tradición de los santos Padres y escritores eclesiásticos confirman, desde
el siglo II, la autoría de san Juan respecto al cuarto evangelio, situando su
redacción -como ya he comentado- en Éfeso, donde se había trasladado el
Apóstol, seguramente desterrado por orden imperial, o bien para seguir
predicando el Evangelio.
Esta
obra de Juan, refleja una situación en que los cristianos ya se habían separado
definitivamente del judaísmo, recordando como “los judíos” decidieron arrojar a
los cristianos de las sinagogas. También en sus líneas indica como la comunidad
destinataria del evangelio se identificaba como el verdadero y nuevo Israel, al
margen de las antiguas instituciones judías; siendo considerada la nueva religión
como sustitutiva del judaísmo. Este enfrentamiento entre los judíos y los
cristianos, así como la expulsión de estos últimos de las sinagogas, tuvo lugar
a finales del siglo I por lo que es lógico pensar -de acuerdo también con la Tradición- que el evangelio fue compuesto en la década
de los 90.
El cuarto evangelista escribe su libro,
según dice el mismo, “para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios,
y para que creyendo tengáis vida en su nombre”. Es decir, el escrito se
encamina a formar y fortalecer la fe de los lectores, y para alcanzar ese
objetivo, señalado al final del libro, el autor del cuarto evangelio sigue un
plan distinto al de los Sinópticos, fijándose sobre todo en la actividad de
Jesús en Judea y en el templo de Jerusalén; resaltando su paso por Samaria y
refiriendo sólo dos milagros comunes a los veintinueve que narran los
Sinópticos, pero hablando de otros cinco milagros distintos.
Sin
embargo, el rasgo más sobresaliente, es que presenta los milagros como “signos”
que le sirven de base para exponer realidades más profundas que las que se ven
a simple vista: con las Bodas de Caná
-el primero de los signos- se
manifiesta la gloria de Jesús, revelándose el comienzo de la era mesiánica y
vislumbrándose ya la función de su Madre, Santa María, en la Redención; la
multiplicación de los panes y los peces, testificada también por los
Sinópticos, es el apoyo de las palabras de Cristo cuando se presenta como el
Pan de Vida; la curación del ciego de nacimiento, precede a la manifestación de
Jesús como la Luz del Mundo; o la resurrección de Lázaro, enseña que sólo Jesús
es la Resurrección y la Vida.
En la historia de la Pasión, Muerte y
Resurrección de Jesucristo, el cuarto evangelio coincide con los Sinópticos;
pero también estos acontecimientos se narran desde una perspectiva propia: a la
luz de la glorificación de Cristo, manifestando la “hora” de Jesús, en la que
el Padre glorifica al Hijo que, al morir, vence al demonio, al pecado y a la
muerte, siendo exaltado sobre todas las cosas. De este modo, en los anuncios
que Jesús hace de su Pasión, los Sinópticos se fijan en la conveniencia de que
el Hijo del Hombre padezca, mientras que san Juan subraya la conveniencia de
que el Hijo del Hombre sea exaltado. Esto nos dice, que el cuarto evangelista
presenta la enseñanza de Jesús con matices propios respecto a los Sinópticos,
ya que san Juan no trata temas frecuentes en los otros evangelios, como la
cuestión del Sábado, el legalismo farisaico, etc.; en cambio, habla de la vida,
la verdad, la luz, la gloria…
El propósito de su escrito, tal como se
indica al final del libro, es dar un testimonio de lo que el autor ha visto;
intención que se observa a lo largo de todo el escrito donde, en vez de
utilizar los términos “evangelizar” o “predicar” emplea los verbos
“testimoniar” y “enseñar”. Pero el objeto de ese testimonio será siempre
Jesucristo, y por eso nos presenta la predicación de Juan el Bautista como una
manifestación histórica a favor de Cristo; así como el testimonio que de Él da
el Padre que le ha enviado o el que da el mismo Jesús de Sí mismo. También lo
dan las Escrituras y así mismo lo dará el Espíritu Santo que será enviado,
finalizando con el Evangelio escrito que será el testimonio dado y reconocido
por la Iglesia.
El
aspecto más importante de carácter religioso doctrinal que presenta el cuarto
evangelio es mostrar como el Dios invisible se ha dado a conocer a través de
Jesucristo; ya que sólo Jesús ha podido revelar la intimidad de Dios, porque Él
es el Logos de Dios, el Conocimiento de Dios, el Hijo Eterno que presenta
verdaderamente al Padre y porque, por su intercesión y en su nombre, Dios ha
enviado su Espíritu que da a conocer toda la verdad. A lo largo del Evangelio,
Jesús hablará insistentemente de su Padre con una distinción entre ambos, pero
a la vez con una identidad de naturaleza: “Yo y el Padre somos uno”. También
del Espíritu hablará Jesús como de una Persona que es el Consolador que procede
del Padre y recibe del Hijo lo que ha de anunciar; porque la obra de Cristo va
unida a la acción del Espíritu y tanto es así, que será el Espíritu el que
recordará y hará comprender a los discípulos las palabras de Jesús en cuanto
revelador del Padre, llevándoles a la verdad plena para poder glorificarle.
En el cuarto evangelio va unido el verbo
conocer al verbo creer; porque conocer la verdad, es conocer a Cristo y
adherirse a Él sin reservas, - a través
de la fe-, incluyendo tanto el acto de
entrega confiada como el acto de conocimiento; conocimiento que se adquiere por
el testimonio del autor del evangelio y por la acción del Espíritu de la
Verdad, siendo la fe un don gratuito de
Dios y, al mismo tiempo, un acto libre por parte del hombre. Por eso Jesús
exhorta insistentemente a creer en Él, es decir, a querer creer y no cerrarse
voluntariamente a la verdad. Quien cree en Jesucristo se hace poseedor de la
vida eterna, participando de la misma vida de Dios que se comunica a través de
la unión con Jesús, de manera similar a como los sarmientos están unidos a la
vid, siendo la finalidad de la Revelación de Dios, comunicar esa vida.
La vida eterna consiste en el conocimiento
del Padre y del Hijo, en la fe y en la participación -al mismo tiempo- del amor entre ambos; por eso la fe que
comunica al hombre la vida eterna está inseparablemente unida al amor, que es
el resultado de entrar en la relación amorosa trinitaria, ya que no podemos
olvidar que san Juan define a Dios como “Amor” y el amor jamás puede vivirse en
soledad, ya que sino sería egoísmo; de ahí que Dios en Sí mismo sea una
relación de amor entre las personas divinas. Por eso se debe manifestar esa
relación en el amor fraterno, como único mandamiento que da Jesús en el
Evangelio -los otros diez se dieron a
Moisés en el Sinaí- y que es consecuencia inevitable del trato de la persona
con su Señor.
El autor del cuarto evangelio deja entrever
que se siente miembro del grupo formado por los discípulos de Jesús -la Iglesia-
que describe a los que crean en Él como un redil, cuya puerta es el
mismo Cristo que se presenta como el Buen Pastor -aludido en las profecías del Antiguo
Testamento- que viene a formar un solo
rebaño en el que caben todos los hombres. Ese redil y ese rebaño significan a
la Iglesia que, posteriormente, será la comunidad continuadora del grupo de
discípulos que estuvieron con Jesús y dieron, y dan, testimonio de Él; aunque
san Juan remarca la preeminencia de san Pedro, mostrada por el propio Cristo,
que le concede el pastoreo del rebaño de los creyentes; y reflejada también en
el acto de qué es él el primero de los Apóstoles que entra en el sepulcro.
En
este evangelio, las acciones que Jesús realiza tienen un carácter sacramental,
pues en ellas, mediante signos externos, se comunican dones divinos; por eso en
la Iglesia -que es rebaño de
Cristo- se entra por la adhesión a Él
mediante la fe y por un nuevo nacimiento del agua y del Espíritu -el Bautismo cristiano-; contando con el
alimento del pan de la vida -la carne y
la sangre de Cristo- que se ofrece a los
creyentes en la Eucaristía.
Un rasgo peculiar de este evangelio es la
relevancia que en él tienen algunas mujeres, como Marta y María; María
Magdalena y especialmente, la Madre del Señor, la Virgen María; y aunque ésta
sólo aparece dos veces, son precisamente, al inicio y al final de la
manifestación de Jesús como el Mesías, Hijo de Dios: en 2,1-11, cuando narra
las Bodas de Caná, en las que Jesús dio comienzo a sus señales, y en 19,25-27,
cuando Jesús murió en la Cruz. Estos pasajes indican que María incluye toda la
manifestación de Jesús y guardan, dentro de sí, un claro paralelismo. En los
dos pasajes, en el de Caná y en el del Calvario, Jesús se dirige a su Madre,
llamándola “mujer”, inclinándose los comentaristas a ver en este título una
alusión a Génesis 3,15, donde se habla de la “mujer” y de su linaje como
vencedor de la serpiente, símbolo del diablo; surgiendo de ahí el paralelismo
entre Eva -la primera mujer que
desobedeció a Dios- y María - que obedeció con su vida y su entrega-. Con
la primera llegó el pecado y a través de la segunda nos llegó la salvación de
éste.