8 de enero de 2014

¡Nadie le gana en generosidad!



Evangelio según San Marcos 6,34-44.



Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato.
Como se había hecho tarde, sus discípulos se acercaron y le dijeron: "Este es un lugar desierto, y ya es muy tarde.
Despide a la gente, para que vaya a las poblaciones cercanas a comprar algo para comer".
El respondió: "Denles de comer ustedes mismos". Ellos le dijeron: "Habría que comprar pan por valor de doscientos denarios para dar de comer a todos".
Jesús preguntó: "¿Cuántos panes tienen ustedes? Vayan a ver". Después de averiguarlo, dijeron: "Cinco panes y dos pescados".
El les ordenó que hicieran sentar a todos en grupos, sobre la hierba verde,
y la gente se sentó en grupos de cien y de cincuenta.
Entonces él tomó los cinco panes y los dos pescados, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y los fue entregando a sus discípulos para que los distribuyeran. También repartió los dos pescados entre la gente.
Todos comieron hasta saciarse,
y se recogieron doce canastas llenas de sobras de pan y de restos de pescado.
Los que comieron eran cinco mil hombres.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Marcos comienza mostrándonos una de las características más propias de Jesús: su compasión. El Señor no pasa jamás indiferente ante el dolor de sus hermanos; y en este caso, percibe la profunda soledad y desilusión que anida en el corazón de aquellas gentes que requieren, sin descanso, de su presencia. Que necesitan oír sus palabras para llegar a comprender el sentido de su existencia; el porqué de su dolor y el para qué de su paciencia.

  Sabe Jesús que lo más necesario para todos aquellos que se sientan expectantes en la hierba, es recibir el mensaje cristiano que llenará de gozo y esperanza su caminar terreno. No hay nada peor para el ser humano que no saber; que desconocer y vivir en la oscuridad existencial que el pecado tejió a nuestro alrededor. Por eso Jesús ilumina con la Luz de su Ser, el existir del hombre que clama por descubrir en la Humanidad de Cristo, la realidad divina de su amor incondicional. Pero el Señor también es consciente de nuestra pobre realidad: de esa unión hilemórfica –inseparable- de cuerpo y espíritu, que nos hace percibir la vida a través de nuestras necesidades. Por ello, lleno de compasión, nos da un doble alimento. El espiritual de sus enseñanzas, y el material, que sacia al cuerpo. En estas acciones, y como siempre os comento para que vayáis apreciando el cumplimiento en Cristo de las antiguas profecías, que descansan en la Escritura Santa, se cumplen las de Ezequiel, según las cuales Dios mismo iba a ser el Pastor de su pueblo; el que lo guiaría y alimentaría:
  “Yo mismo buscaré mi rebaño y lo apacentaré. Como recuenta un pastor su rebaño cuando está en medio de sus ovejas que se han dispersado, así recontaré mis ovejas y las recogeré de todos los lugares en que se dispersaron en días de niebla y oscuridad… Yo mismo pastorearé mis ovejas y las haré descansar, dice el Señor Dios. Buscaré a la perdida, haré volver a la descarriada, a la que esté herida la vendaré y curaré a la enferma. Tendré cuidado de la bien nutrida y de la fuerte. Las pastorearé con rectitud” (Ez 34, 11-16)

  También podemos observar en este pasaje que nos muestra el Evangelio, la imagen y figura del Nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, que sigue a su Señor y se alimenta de la Palabra y la Eucaristía. Y este milagro, donde el pan se multiplica para saciar a todos los que esperan recibirlo, nos describe en realidad la plenitud mesiánica, donde el Señor se entregará de forma espléndida y generosa, para alimentar a todos los que le necesiten.

  Pero Jesús para ello ha requerido que la gente le siguiera; que estuvieran cerca de Él para escucharlo; que sintieran la necesidad de su cercanía. Sólo así, junto a Él, esos hombres recibirán el sustento completo que saciará, a la vez, su cuerpo y su espíritu, como hijos de Dios. Nunca podemos perder de vista que el Maestro se da, al que toma la iniciativa de correr a su lado. Que Jesús sale a nuestro encuentro, pero que no fuerza a nadie; sino que requiere, para que le encontremos, que usemos el don precioso de la libertad, que desea estar y se esfuerza por permanecer. Quiere que elijamos a Dios por encima de todas las demás opciones.

  Y no podemos perder de vista que el Señor, como hizo en Canaán, para obrar el milagro requiere que le demos lo poco que tenemos, con la seguridad de que en sus manos todo fructificará. Y ante la actitud de fe rendida, donde el hombre une su voluntad a la de Cristo y lo acepta en su vida como su Señor, Éste se excede y multiplica sus dones, para que veamos que si descansamos en Él, nadie, absolutamente nadie, podrá ganarle en generosidad.