17 de enero de 2014

¡El poder de la amistad!



Evangelio según San Marcos 2,1-12.



Unos días después, Jesús volvió a Cafarnaún y se difundió la noticia de que estaba en la casa.
Se reunió tanta gente, que no había más lugar ni siquiera delante de la puerta, y él les anunciaba la Palabra.
Le trajeron entonces a un paralítico, llevándolo entre cuatro hombres.
Y como no podían acercarlo a él, a causa de la multitud, levantaron el techo sobre el lugar donde Jesús estaba, y haciendo un agujero descolgaron la camilla con el paralítico.
Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: "Hijo, tus pecados te son perdonados".
Unos escribas que estaban sentados allí pensaban en su interior:
"¿Qué está diciendo este hombre? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?"
Jesús, advirtiendo en seguida que pensaban así, les dijo: "¿Qué están pensando?
¿Qué es más fácil, decir al paralítico: 'Tus pecados te son perdonados', o 'Levántate, toma tu camilla y camina'?
Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados
-dijo al paralítico- yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa".
El se levantó en seguida, tomó su camilla y salió a la vista de todos. La gente quedó asombrada y glorificaba a Dios, diciendo: "Nunca hemos visto nada igual".


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Marcos nos describe una situación que, en principio, puede parecernos ilógica: unas personas arrastrando una camilla con un paralítico, para acercarlo a la presencia de Jesús; y al no conseguirlo, por la multitud que no les permite acercarse, deciden subir al techo de la casa donde se encuentra y, abriendo un hueco, descolgarlo desde allí. Pero resulta que los descubrimientos arqueológicos que se encontraron en Cafarnaún, han venido a confirmar esta posibilidad que nos cuenta la Escritura; ya que las casas que se construían eran pequeñas, bajas, cuadradas, de unos seis metros de lado, elaboradas con piedras basálticas y con techos de junco, paja y tierra.

  Si tenemos presentes esas características, nos es mucho más fácil comprender que aquellos hombres que se habían hecho eco de los milagros del Maestro decidieran por amor, superar el esfuerzo y recurrir a su misericordia, para intentar remediar el sufrimiento del amigo. Pero la aglomeración que se encontraron y que les dificultaba el acceso a Jesús, convirtiendo su misión en un hecho casi imposible de llevar a cabo, les obligó a no rendirse e ingeniar subirse al techo por el que, debido a los materiales con que estaba construido, fue más fácil abrir un orificio donde descolgar la camilla y deslizarla con cuidado hasta los pies de Jesús. No era una tarea sencilla, pero era posible; y estaban dispuestos, con ilusión, a no sucumbir ante las dificultades.

  ¡Qué importancia tienen los buenos amigos en el camino de la fe! Porque si cuando amamos a alguien sólo deseamos su bienestar, está claro para cualquiera de nosotros que no hay mayor regalo que Aquel que otorga la alegría completa al que lo recibe: el propio Cristo. Si nosotros somos sus discípulos y no intentamos acercar a nuestros hermanos, a los que queremos, a los Sacramentos que nos conceden la esperanza cristiana y nos facilitan la vida, está claro que nuestro cariño para con ellos no es ni mucho menos, verdadero. No puede cansarnos el que ni ellos mismos valoren la importancia del mensaje de Jesús, porque tal vez, como aquel paralítico, el pecado les dificulte el poderse acercar libremente al Señor. Hemos de darles nuestro cariño, nuestro tiempo y, sobre todo, nuestra paciencia; porque el que desconoce el valor de un brillante, puede confundirlo con un cristal que difracta bellamente la luz. Así, poco a poco, hablándoles sin forzar su libertad, conseguiremos –si Dios lo permite- que se encuentren delante del Amor que da sentido a todo, sobre todo al dolor.

  Pero ¿os imagináis cómo debieron quedarse todos aquellos que se habían esforzado por traer al paralítico para ser curado, cuando Jesús lo primero que les dice es que va a perdonarle los pecados? Ellos habían recorrido todo aquel espacio para devolverle la movilidad a las piernas del amigo. Más el Señor quiere demostrarnos con sus palabras que, por delante de cualquier otro interés, se encuentra el de la salvación de los hombres. Nosotros, muchas veces, anteponemos los intereses que nos preocupan por delante de esta realidad, olvidando que la vida es corta y el Reino, eterno; por eso, hemos de luchar con todas las fuerzas para conseguirlo.

  Jesús es el médico de nuestras almas; y como somos una unidad inseparable de cuerpo y espíritu, sabe que todo lo que afecta a nuestra parte somática, repercute en nuestra parte espiritual: un simple dolor de cabeza puede dificultarnos hacer bien la oración. Es decir, qué como demostró en aquellos momentos, si que remita la enfermedad es lo que más conviene al plano de nuestra salvación, sin duda nos lo conseguirá. Pero si madurar en la tribulación es lo que puede desarrollar nuestra paciencia y así, unirnos más a Dios, estar seguros que nos lo mantendrá, hasta que Él lo considere oportuno. Aunque a veces nos parezca difícil de entender, no siempre lo que nos parece bueno, es lo mejor.

  Vemos también como Jesús, antes de obrar el milagro, recurre a la expresión: “Hijo, tus pecados te son perdonados”; elaborando así un circunloquio muy común en aquel tiempo –la voz pasiva- que se utilizaba para no usar el nombre propio de Dios. Pero también esa expresión sirve para descubrir la potestad del Maestro, que se manifiesta en su realidad divina con los hechos visibles y milagrosos de la curación, para apoyar sus palabras que limpian el pecado de los hombres y lo revelan como el Hijo de Dios.