10 de enero de 2014

¡No tengáis miedo!



Evangelio según San Marcos 6,45-52.


En seguida, Jesús obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y lo precedieran en la otra orilla, hacia Betsaida, mientras él despedía a la multitud.
Una vez que los despidió, se retiró a la montaña para orar.
Al caer la tarde, la barca estaba en medio del mar y él permanecía solo en tierra.
Al ver que remaban muy penosamente, porque tenían viento en contra, cerca de la madrugada fue hacia ellos caminando sobre el mar, e hizo como si pasara de largo.
Ellos, al verlo caminar sobre el mar, pensaron que era un fantasma y se pusieron a gritar,
porque todos lo habían visto y estaban sobresaltados. Pero él les habló enseguida y les dijo: "Tranquilícense, soy yo; no teman".
Luego subió a la barca con ellos y el viento se calmó. Así llegaron al colmo de su estupor,
porque no habían comprendido el milagro de los panes y su mente estaba enceguecida.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Marcos, como en el que vimos ayer de la multiplicación de los panes y los peces, las acciones de Jesús nos manifiestan su ser y su poder. Ésta es la explicación de los milagros que Jesús realizaba para demostrar con hechos, lo que anunciaba su Palabra: que Él era el Mesías. Y a los apóstoles, aunque le escuchaban, les costaba asimilar que, verdaderamente, se encontraban delante del Hijo de Dios.

  Después de despedir a la multitud que le escuchaba, nos dice el pasaje que el Señor no quiso reunirse todavía con sus discípulos, sin antes retirarse a orar. Claro ejemplo el que vemos aquí, sobre el poder de la plegaria; ya que hasta la Humanidad Santísima de Cristo necesitaba, para recuperar fuerza en su alma, del consejo del Padre que, como Hombre, le era  imprescindible. Esto tiene que servirnos como indicativo del valor incalculable que tiene ese diálogo que entablamos con Dios; porque es de ahí de donde nos llegará la fuerza para hacer frente y cumplir con fidelidad, los planes divinos. De esa escucha amorosa surgirá la luz que dará sentido a nuestra actuación y marcará nuestro camino. Jesús, para ello, se retira al monte, a la soledad y al silencio. Nos decía el profeta Ezequiel, que Dios cuando se presenta delante de nosotros no lo hace como un potente trueno, ni como una espectacular tormenta, sino como una suave brisa; y hay que estar atentos para poder escuchar “la voz” de Dios.

  El Señor no sólo ha buscado la compañía de su Padre en los duros momentos a los que se ha tenido que enfrentar, sino que antes de obrar un milagro o realizar un acto que fuera muestra de su divinidad, primero se encomendaba a Él. Porque no hemos de olvidar que cuando rezamos, nos dirigimos a la Trinidad: ese Dios Padre que, como tal, no puede negar nada a sus hijos, si es lo que les conviene. A ese Jesucristo: nuestro hermano, amigo, amante…el compañero de viaje que no nos deja desfallecer jamás. Y el Espíritu Santo, que ilumina nuestro entendimiento e inflama nuestra voluntad, para que podamos alcanzar con éxito, las metas trazadas.

  Los apóstoles se habían retirado con la barca y se encontraban en medio del mar; en esa oscuridad profunda donde el zozobrar de la embarcación por el viento, les causaba un profundo desasosiego. El Señor lo sabe, y por ello se dirige andando por encima de las aguas, a su encuentro. Con este suceso milagroso, Jesús nos enseña que en medio de las situaciones más apuradas e inexplicables de la vida, Él está cerca de nosotros. Aunque para ello deba obrar un hecho sobrenatural, que a veces nos sorprende tanto que no lo aceptamos como tal, sino como una casualidad sin sentido. Nos saca adelante, no sin antes habernos dejado luchar para que se forje nuestra esperanza y nuestro temple. Dios, como cualquier padre que debe educar, a veces a pesar suyo, no quiere que nos acostumbremos a recibir enseguida el socorro en las tribulaciones; sino que, fortalecidos por la Gracia, esperemos con paciencia y confianza, poniendo los medios humanos que están a nuestro alcance.

  Esa frase maravillosa del Señor, que ha sido lema en algunos pontificados, debe ser siempre el grito que anime nuestro corazón: ¡”Soy yo, no tengáis miedo”! Sé que cuesta, cuando las cosas no van bien, confiar en Aquel que no vemos, pero que por la fe sabemos que todo lo puede. Pero es que esa es la Verdad; sólo Él hace posible solventar los problemas que nos parecían insalvables, y retomar la paz que nos dará la alegría de vivir. Solamente a su lado, esperaremos tranquilos aquello que nuestro Dios permita que suceda, para el bien de nuestra salvación. De ahí que para un cristiano, la adversidad sea muchas veces el camino de encuentro con Cristo, que nos ilumina y nos da fuerza para ser fieles testigos y ejemplo de su Palabra y su mensaje.