15 de enero de 2014

¡La potestad del Señor!



Evangelio según San Marcos 1,21-28.



Entraron en Cafarnaún, y cuando llegó el sábado, Jesús fue a la sinagoga y comenzó a enseñar.
Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.
Y había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar:
"¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios".
Pero Jesús lo increpó, diciendo: "Cállate y sal de este hombre".
El espíritu impuro lo sacudió violentamente y, dando un gran alarido, salió de ese hombre.
Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: "¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y estos le obedecen!".
Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Marcos es el primero con el que se abre una exposición de lo que será una jornada del Maestro en Cafarnaún: veremos como hoy comienza explicándonos lo que hizo el Señor por la mañana en la sinagoga; y en los próximos días nos contará que fue a casa de Pedro, que al atardecer realizó curaciones, cuando ya había prescrito el descanso sabático, y que concluirá con la oración de la madrugada. Así podemos comprobar que Jesús, efectivamente, respetaba la Ley de Moisés; lo que ocurría, en ocasiones, es que ante  la entrega a los demás, los maestros de la ley anteponían la letra a su verdadero contenido: el amor de Dios. Y es entonces cuando el Maestro aprovechaba para corregir sus errores y devolver a la letra, su verdadero sentido.

  A la vez, y de forma paralela, se nos descubren las actitudes de aquellos que se encuentran con Jesús: el asombro ante sus palabras y acciones; la necesidad de estar cerca de Él y la adhesión a su Persona, que termina por la entrega de uno mismo como discípulo del Señor. Y ante este primer punto yo os pregunto directamente cual es, tras oír el mensaje de Cristo y gozar de su presencia sacramental, vuestra actitud para con el Maestro; cuál es vuestro compromiso y vuestra entrega. Tal vez olvidamos con facilidad que, tras haber recibido el Bautismo, hemos sido hecho fieles seguidores suyos  y, por tanto, responsables de transmitir su mensaje, acompañándole por todos los caminos de la tierra; por esos en los que cada uno ha decidido que transcurra su acontecer diario.

  Como vemos, el primer episodio que se nos narra es la liberación del endemoniado; y en ella se descubre la “potestad” del Señor ante cualquier circunstancia: Él está por encima de las leyes rituales; es capaz de terminar con la enfermedad que consume al cuerpo; y, sobre todo, expulsar al demonio que oprime el alma del ser humano. Cristo es el Señor de la vida y de la muerte, y ante su presencia, nada se le resiste. Sólo nos pide que de verdad nos lo creamos; que realicemos ante su Persona un acto de fe. Que le reconozcamos como el centro y el quicio de nuestro ser, donde se apoya nuestro actuar.

  Desde estas líneas evangélicas, Jesús no se remite a hablar como lo hacen los maestros de la Ley, ni tan siquiera introduce su doctrina, como hicieron los profetas cuando afirmaban que hablaban en nombre de Dios y que, por ello, requerían ser escuchados. El Maestro nos dice que su Palabra es la de Dios, porque Él es el Verbo encarnado. Y por eso su mensaje no es sólo informativo, ni sólo sirve para expresarse, sino que tiene el poder divino de cambiar el corazón de los hombres y expulsar a los diablos, al pecado, que oprimen y esclavizan la libertad de los seres humanos.

  Nos dice san Jerónimo que en aquel tiempo, como ahora, ya habían exorcistas que con complicadas operaciones averiguaban el nombre del demonio para tener autoridad sobre él. Pero Jesús ejerce su autoridad como Persona divina encarnada, ante quien nada ni nadie se le puede resistir. El Señor no habla en boca de otro, sino que ordena; y ante su magnificencia escondida a nuestros ojos, pero visible para los seres diabólicos, las hordas del mal se retiran. Ahí debe estar siempre nuestra oración, pidiéndole a Nuestro Señor que aparte de nosotros todo lo que nos aparta de Él. Que nos libre de las tentaciones, que refuerce nuestra voluntad y que nos de luz para ver y fortaleza para aceptar. En definitiva, que nos creamos de verdad el poder que encierra la Palabra divina y que Dios nos ha dado para que, cada uno a su manera y descansando en el Espíritu, la transmita para encender en las almas el deseo de Cristo.