EVANGELIO DE SAN MARCOS 3,1-6:
En aquel tiempo, entró Jesús de nuevo en la sinagoga, y
había allí un hombre que tenía la mano paralizada. Estaban al acecho a ver si
le curaba en sábado para poder acusarle. Dice al hombre que tenía la mano seca:
«Levántate ahí en medio». Y les dice: «¿Es lícito en sábado hacer el bien en
vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?». Pero ellos callaban.
Entonces, mirándoles con ira, apenado por la dureza de su corazón, dice al
hombre: «Extiende la mano». Él la extendió y quedó restablecida su mano. En
cuanto salieron los fariseos, se confabularon con los herodianos contra Él para
ver cómo eliminarlo.
COMENTARIO:
Este Evangelio
de san Marcos, nos vuelve a reseñar el odio y las controversias que tenían
aquellos fariseos y herodianos que, enfrentados socialmente, se habían unido
para terminar con el Señor. Dentro de la Sinagoga, que es un lugar de oración,
aquellos hombres estaban pendientes de la actitud del Maestro; y Éste, que lo
sabía, no desperdiciaba ni un momento, ante este hecho, para llevar a cabo la
oportunidad de cumplir la voluntad de su Padre y hacer el bien.
En este pasaje
se encuentra con un hombre que tiene una mano tullida y lo necesita; pero antes
de obrar el milagro quiere el Señor hacer recapacitar a aquellos que buscaban perderle con
una pregunta que parece que, a todas luces, no admite controversia: Si Dios es
amor y nos ha dado una Ley que se basa en este principio ¿es posible que ayudar
a otro, qué hacer el bien a alguien, quede supeditado a una norma establecida?
Evidentemente, Jesús habla al corazón de las personas y, porque conoce nuestro
interior, se indigna ante lo que se encuentra; ya que esos doctores de la Ley,
han cerrado su entendimiento a la luz del Espíritu Santo. No quieren conocer;
se niegan a descubrir y, libremente, deciden dar la espalda a Nuestro Señor.
Este episodio
denota una circunstancia que no es muy común en la trayectoria del Maestro: que
se enoja y se entristece. Es más, se dice que los mira con ira. Esos ojos que
sólo saben mirar con amor, denotan la pena ante los que, libremente, van a
cerrarse al don de la Redención. Jesús sabe que, a pesar de que va a morir por
todos nosotros para que consigamos la salvación, siempre estarán los que no
quieran aceptarla. No se puede obligar a nadie a creer, a querer, a tener fe, a
esperar…porque invariablemente, estarán los que, agazapados, vean mal y
justifiquen con mentiras los hechos con los que el Maestro atestigua sus
palabras. Y a pesar de que la fe es un regalo divino, requiere de nuestra
intervención para recibirla e interiorizarla.
Cristo vuelve a
reafirmar, ante todos los que quieren escucharle, que es el “señor del sábado”;
y que, como tal, es el Mesías que lo manifiesta con el poder divino, en las
curaciones que realiza. Son los que levantan las acusaciones, los que no saben
leer la evidencia que descubre al Hijo de Dios. Ante esto, nosotros hemos de
ser conscientes de que hemos de cumplir con nuestro deber cristiano pese a
quien pese y nos cueste lo que nos cueste. La historia antigua y contemporánea
ha demostrado que ser fieles testigos de Cristo, en muchos momentos, puede
requerir la entrega de nuestra vida. Y hacer el bien, cumplir con lo que se
debe, no sólo no puede estar reconocido, sino ser causa de crítica y hasta de difamación.
El Señor lo
vivió en propias carnes; ya que fue desprestigiado, perseguido y sacrificado.
Por eso, desde la Cruz nos recuerda que lo que se debe hacer, se tiene que
hacer; porque ni un momento de nuestra vida se puede perder, si hay la posibilidad
de hacer el bien y ser coherentes con nuestra fe. Que no nos preocupe sentir
enfado o indignación ante las injusticias cometidas; la propia Humanidad
Santísima de Jesús lo acusó en su interior. Pero esa sensación, ese sentimiento
muy humano, no debe ser la excusa para endurecer nuestro corazón; sino para
ofrecerle a Dios nuestras flaquezas y, con su Gracia, unirnos a su voluntad que
nos pide –nos exige- que luchemos por la felicidad de nuestros hermanos; y la
Felicidad sólo se encuentra al lado del Señor. Por eso, nuestro principal
deber, pese a quien pese, es transmitir y hacer llegar el Evangelio; el mensaje
cristiano, como Iglesia que somos, a todos aquellos que necesitan recobrar la salud
de un alma castigada por el pecado y la ignorancia; y que precisan, con
urgencia, de la medicina sacramental.