1 de enero de 2014

¡Buen año, con Dios!



Evangelio según San Juan 1,1-18.



Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan.
Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.
El no era la luz, sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre.
Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció.
Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios.
Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él, al declarar: "Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo".
De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia:
porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.
Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Juan, que despide el año, es el mismo que hemos recibido el día de Navidad. Es como si la Iglesia quisiera recordarnos que nuestro recomenzar habitual, debe tener como base la vida en Jesucristo. Que cada uno de nosotros, que mira con esperanza al año nuevo, debe poner para ello sus ojos en ese portal de Belén, que visitábamos hace apenas unos días. Sólo ese Niño indica que el comienzo es el cumplimiento de lo que llegará al final. Que, paradójicamente, en este día último del año se nos hace presente lo que ocurrió en un principio; porque para gloria de los hombres, en Cristo se han consumado todas las promesas.

  Debemos recordar que Jesús es el Verbo eterno de Dios, esa Palabra que es expresión de su Pensamiento, y que ha sido enviado al mundo, como gesto sublime de amor, para que comunique a los hombres la verdad divina y nos transmita la vida eterna. Conocer de verdad a Jesús y escuchar, no sólo con el oído sino con el corazón, el mensaje que nos transmite, debe ser el propósito que debemos intentar alcanzar en el nuevo año que comienza. Sólo esa es la forma y manera de cambiar la intención que rige nuestros actos; sólo comprendiendo que todo un Dios se hizo hombre por amor al hombre, hará que observemos en el rostro de nuestro prójimo, la faz de nuestro hermano. Sólo así nos dolerá su dolor, y nos urgirá encontrar su felicidad. Porque por su verdadera Felicidad, la Humanidad de Cristo sufrió hasta lo indecible y en Él fuimos todos salvados y recuperados para la vida eterna.

  Somos increíblemente importantes, y gozamos de la más alta dignidad a la que se puede aspirar: somos hijos de Dios, aunque muchas veces lo olvidemos por un goce momentáneo, o una situación acomodada y pasajera, que nos equipara al más bajo y cruel de los animales. El Señor ha iluminado nuestro conocimiento para que sepamos anunciar al mundo la misericordia divina que se esconde en cada lugar y en cada situación; hasta en aquellas que, por el respeto divino a la libertad humana, Dios permite que sucedan fruto del pecado y la injusticia humana, desgarrando nuestro interior. Es por eso que Jesús nos observa desde un pobre pesebre, y nos recuerda que ni un sitio adecuado encontró para nacer; que Él fue ese mismo inmigrante que huyó a Egipto para salvar su vida; Él, el apaleado, vilipendiado y abandonado por los suyos; el Crucificado, como un delincuente, que sintió la soledad profunda de la muerte. Y al final, sólo quedó un sepulcro prestado donde descansar su destrozado Cuerpo.

  Ese Jesús Nazareno, Maestro de todos, Amor incondicional de muchos, Dios, es el que nos urge a que nos unamos a Él y con Él compartamos nuestro sufrimiento. Porque ese sufrimiento es camino de redención y prueba de fortaleza, fe y confianza. Él, desde Belén, nos invita a profundizar este año que comienza en la Verdad que nos revela; a vivir a su lado, esa intensidad sacramental que nos infunde la verdadera alegría. Hoy, la Sabiduría ya habita en medio de su pueblo, como nos anunciaron los antiguos profetas. Hoy, Dios ya está entre nosotros y su fuerza, su Gracia, transforma a los hombres que quieren recibirla como principio de vida nueva que no se desvanece y no pasa. Hoy, si de verdad creéis todo lo que el Evangelio nos transmite y lo ponéis en práctica, comenzará para vosotros un gran año.