23 de mayo de 2014

¡Deseemos querer!



Evangelio según San Juan 15,12-17.


Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado.
No hay amor más grande que dar la vida por los amigos.
Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando.
Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre.
No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá.
Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de Juan, el Señor vuelve a insistir en que el resumen de toda la Ley, es el amor. Pero no un amor plagado de egoísmos, perjuicios, dudas, celos o inseguridades, sino esa entrega libre y voluntaria capaz de sacrificar tu felicidad por la del otro, y que solamente el ser humano es capaz de realizar. Yo creo que el ejemplo más claro lo tenemos en ese sentimiento profundo y entrañable, imagen de Dios, que surge del hecho milagroso de la maternidad. No puedo hablar de lo que sienten los padres, porque soy mujer, pero sí he vivido esa sensación –tantas, como hijos tengo- en la que tomas conciencia de que ya nada será igual y nunca más será lo mismo; porque cada pensamiento, cada deseo, cada proyecto tiene como finalidad, la felicidad de los tuyos.

  Pues bien, así nos quiere Nuestro Señor y quiere que sea así, como seamos capaces de amar a nuestros semejantes. Y para que no pensemos que esto es un imposible, nos lo ha demostrado con su propia entrega: sin ahorrarse ni un sufrimiento por nosotros en su Santa Humanidad. Pero a la vez nos dice el Maestro que el cristiano tiene un secreto a voces para conseguirlo, y superar su propia debilidad: ese regalo divino que nos hace el Espíritu Santo, la Gracia, y que nos permite alcanzar la semejanza divina que el pecado original emborronó en nuestra alma. Y la manera de alcanzarlo es fácil, ya que consiste en vivir unidos a Cristo, a través de los Sacramentos. Para eso se quedó con nosotros hasta el fin de los tiempos, para que en libertad decidiéramos compartir nuestro ser y nuestro existir a su lado. Solamente hemos de desear querer; hemos de buscar la cercanía del Amigo, que nos espera en la Iglesia, y asumir que por el Bautismo, hemos sido elevados a la dignidad de hijos de Dios en Cristo.

  Es así, formando parte del Pueblo de Dios, cómo nos hacemos miembros diversos pero necesarios, de su Cuerpo Sacramental. Y es así, cómo la sabia divina nos embarga y alcanzamos la fuerza de ese Amor, cuya máxima medida es no tener medida. De ese amor que no tiene memoria de lo malo y justifica los errores, porque sabe ponerse siempre en el lugar del otro. Que se acerca a los que no le quieren, para unir posiciones y olvidar las circunstancias que les separan. Nada, absolutamente nada, justifica el odio, el rencor, el asesinato y la maldad hacia nuestros semejantes; por mucho que los medios de comunicación nos bombardeen con imágenes violentas o insultos personales, a los que han dado un cariz de normalidad. Cristo nos recordará, una vez más, que Él murió en la Cruz por todos –por los que le amaban y los que no- a pesar de no haber tenido un trato afable con ellos en su transcurrir terreno. Porque no se puede forzar el cariño; y a Nuestro Señor, no sólo no le quisieron, sino que buscaron perderle. Pero Jesús murió perdonando, y rezando al Padre para que les diera la posibilidad de enmendar su error; como fue el caso de san Pablo. Por más bajo que hayamos caído, por más perdidos que hayamos estado, siempre nos espera Jesús en el camino de regreso, para ayudarnos a alcanzar la Gloria. Solamente requiere que comencemos a andar; y si me apuráis, se contenta con que sólo tengamos el deseo de hacerlo, porque en ese momento Él viene a cargarnos sobre su espalda y no permite que desfallezcamos en la vuelta al Hogar.

  Pero Jesús va más allá y nos habla de los que Él ha escogido como sus amigos. Todos, absolutamente todos, estamos llamados a cambiar de vida, a arrepentirnos de nuestras faltas y buscar la salvación; pero el Maestro nos ha llamado a algunos de una forma especial, porque nos ha dado una vocación determinada y una manera específica de servirle, a través de su Iglesia. Para unos será mediante el Sacramento del Orden; para otros como misioneros en medio de esta tierra de paganos o, lo que es peor, en ese lugar donde se ha perdido la fe y han olvidado que existe, les guste o no, una Revelación histórica y universal. Para muchos será el ser testigos de Cristo, en el día a día de su acontecer en medio del mundo, y su entorno laboral.

  Y con sus últimas palabras el Señor nos insta a no justificarnos, para no cumplir, en nuestras debilidades y limitaciones. Porque todo lo que se hace, se ha hecho y se hará, no es mérito de aquellos que lo han llevado a cabo –salvo el hecho de entregar su disponibilidad y unir su voluntad a la de Dios- sino de la fuerza de la Gracia, que Nuestro Señor entrega a quién de verdad se la pide. Cristo recuerda a su Iglesia, de la que todos los bautizados formamos parte para siempre porque imprime un sello en el alma imposible de borrar, que es indispensable dar frutos de santidad: cada uno a su manera, específicamente a su forma de ser, pero siempre luchando por cumplir el mandamiento del amor que nos llama a transmitir lo mejor que tenemos: nos urge a entregar y compartir el regalo divino de la fe.