10 de marzo de 2014

¡El combate cristiano!



Evangelio según San Mateo 4,1-11.



Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio.
Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre.
Y el tentador, acercándose, le dijo: "Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes".
Jesús le respondió: "Está escrito: El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios".
Luego el demonio llevó a Jesús a la Ciudad santa y lo puso en la parte más alta del Templo,
diciéndole: "Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra".
Jesús le respondió: "También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios".
El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor,
y le dijo: "Te daré todo esto, si te postras para adorarme".
Jesús le respondió: "Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto".
Entonces el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Mateo, nos presenta unas actitudes de Jesús que son vitales para nosotros, si queremos mantenernos fieles como discípulos suyos. Vemos como antes de comenzar su obra mesiánica y de promulgar el Discurso de la Montaña, que encierra la Nueva Ley del amor, el Maestro se retira a orar y ayunar en la soledad y el silencio del desierto. Antes que Él, Moisés y Elías habían procedido de manera semejante; uno, antes de anunciar en nombre de Dios, la Antigua Ley del Sinaí: “Moisés estuvo allí con el Señor cuarenta días y cuarenta noches; no comió pan ni bebió agua, y escribió sobre las tablas las palabras de la Alianza, los Diez Mandamientos” (Ex 34, 28). El otro, caminando cuarenta días en el desierto para llevar a cabo su misión y renovar el cumplimiento de la Ley: “Se levantó, comió y bebió; y con las fuerzas de aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios” (1R19,8).

  Está visto, porque así nos lo ha revelado el Señor en la Escritura, Cristo lo ha manifestado con sus hechos y la Iglesia nos invita a imitarlo, que los cuarenta días de la Cuaresma son un momento esencial para vivir la mortificación personal; recogernos en profunda oración, elevar el espíritu y pedir a Dios que nos ayude en este combate cristiano que debemos entablar en nuestra vida, contra las fuerzas del mal. Nuestro cuerpo nos hablará de deseo, de satisfacer necesidades -más creadas por la sociedad de consumo, que las naturales- y de la libertad de las pasiones; como si ser esclavo de los sentidos no fuera una de las peores esclavitudes. Por eso, ser dueños de nosotros mismos y privar a nuestro “yo” de las cosas superfluas, dándole –por amor a Dios- las únicamente necesarias, nos habla de ese desprendimiento penitencial en el que el hombre se une a Dios, entregándole su querer. Nos habla de esos momentos en los que el hombre escucha, libre de sí mismo, porque quiere cumplir la voluntad divina; desprendido de todo, salvo de su deseo de ser fiel a la misión encomendada. Nos remite, consecuentemente, a esa necesidad vital del encuentro de la criatura con su Creador; donde, conscientes de nuestro deber, le pedimos para ser leales eslabones en la cadena divina, que une el cielo y la tierra: la Iglesia de Cristo.

  Con el episodio de las tentaciones, vemos como Mateo nos presenta a Jesús como el Nuevo Israel, en contraste con el antiguo; ya que en el Señor se han cumplido las promesas y ha llegado la salvación a los hombres. Por eso el Maestro es tentado por el diablo, cómo lo fueron los judíos durante los cuarenta años de su peregrinar por el desierto; aunque la diferencia es que ellos cayeron en la tentación, y murmuraron contra Dios al sentir hambre; exigieron un milagro, cuando les faltó agua; y adoraron al becerro de oro, cuando se sintieron desfallecer. Jesús, en cambio, vence a la tentación en su Humanidad; y al vencerla nos enseña, en primer lugar, que es posible para todos, si estamos unidos a Dios; y que la mejor ganancia del hombre y la peor pérdida para el diablo, es que cumplamos y seamos fieles a la voluntad divina, por encima de nosotros mismos.

  Esa forma de actuar de Cristo es un claro ejemplo de lo que debe ser la vida del cristiano, que debe estar siempre alerta y no esperar triunfos fáciles en su lucha contra las tentaciones de Satanás. Sólo la oración y la confianza en nuestro Dios, nos llevarán como a Cristo, por su Gracia, a la victoria. Si nosotros queremos, no lucharemos solos en esa batalla contra el pecado, para ganar la vida eterna; porque el Maestro nos recuerda, desde el Evangelio, que no hay poder más grande que el de la oración: la vocal, la mental y la de los sentidos, que nos llama a la mortificación. Unamos, como hicieron los profetas y el propio Hijo de Dios, nuestro anhelo al del Señor; desprendámonos de nuestro querer en aras de Su parecer, y recibamos en los Sacramentos, la fuerza del Espíritu Santo necesaria para salir vencedores en el combate de la fe.