17 de marzo de 2014

¡Setenta veces siete!



Evangelio según San Lucas 6,36-38.


Jesús dijo a sus discípulos:
«Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso.
No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados.
Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes».

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas, nos remite al centro de la enseñanza que Jesús nos dio en el Discurso de la Montaña. Allí nos hablaba de ser perfectos como Nuestro Padre celestial lo es; y aquí nos pide que nos comportemos con la compasión, la misericordia y el amor con que Dios trata a sus criaturas, que son el distintivo de su perfección. Pero como nos dirá san Cesáreo de Arlés, la forma de expresar estos sentimientos se traduce, para los hombres, en la obras de conmiseración que tenemos para nuestros hermanos. Son esos hechos concretos con los que intentamos paliar y, si se puede, terminar con el sufrimiento que los acongoja. Es ese compadecerse del dolor ajeno, porque lo sentimos en el alma como propio. Y es rezar a Dios por ellos, mientras intentamos mitigar, con nuestros medios humanos, aquello que es la causa de su desgracia.

  Pero Dios, como ocurre siempre, va más allá; y nos pide que ejerzamos la misericordia, como una invitación a la generosidad del alma que es capaz de perdonar las ofensas recibidas. Sabe el Maestro que no hay nadie más desgraciado, que aquel que hace daño a sus semejantes y vive de la mentira y la murmuración. Sabe que no hay peor enfermedad que la del pecado, y que no hay mayor dolor existencial que sentirse alejado de Dios. Por eso nos llama a recapacitar y a darnos cuenta, que esos que intentan causarnos dolor son en realidad los más necesitados de nuestras oraciones. Y no se puede elevar una petición al Señor, si en nuestro corazón reina la discordia.

  Jesús nos insta, es más, nos exige que como discípulos suyos no guardemos rencor. Que nos libremos de ese sentimiento arraigado y tenaz, de odio y antipatía, que nos destruye como personas y, en el fondo, no nos permite alcanzar la verdadera felicidad. El Señor nos pone esa condición necesaria e ineludible, para formar parte de su Reino; pero sabe, a su vez, que sólo con nuestras fuerzas seremos incapaces de ser indulgentes con aquellos que nos han causado un daño personal o familiar. Por eso nos llama a recibir la fortaleza necesaria para que nuestra voluntad sea capaz de querer “querer”. Y esa capacidad sólo la alcanzaremos a su lado, viviendo con intensidad los Sacramentos.

  Aprenderemos a perdonar, siendo perdonados en la Penitencia. Y es allí donde comprendemos que ese Dios que hace borrón y cuenta nueva, nos pide que demos a los demás lo mismo que recibimos: la comprensión de nuestra debilidad y la oportunidad de reparar nuestros errores. Porque Jesús sana nuestro corazón con el amor, que es la mayor medicina para los que nos encontramos enfermos por las faltas cometidas. El Señor quiere que en nuestro interior no haya sombras que dificulten que brille la luz de la fe. Quiere que abramos nuestras puertas al amor de Cristo y, con Él, erradiquemos esos odios, que son el fruto de un orgullo mal entendido. Hemos de comprender que no somos moneda que a todos gusta; y que cada uno puede tener su opinión sobre nosotros. Si a eso le añadimos que el diablo no descansa, y fomenta la envidia y la incomprensión, tendremos esa mezcla explosiva que es la base de la calumnia y la murmuración. No caigamos en eso, porque ese sentimiento es impropio de los hijos de Dios.

  El Señor no nos habla de compartir nuestro tiempo y nuestro espacio con aquellos que nos quieren mal. El propio Cristo evitó regresar a Jerusalén, cuando sabía que algunos le buscaban para matarle, hasta que llegó el momento de cumplir la voluntad del Padre. Lo que el Maestro nos indica es que, aunque nos protejamos de los que nos quieren dañar, evitemos tener hacia ellos sentimientos de rencor. Que sepamos compadecerles y pedir a Dios que les deje ver su error, para gozar todos juntos de un mundo sin odios y sin maldad. Tal vez, sin darnos cuenta, nosotros fuimos la causa de su animadversión hacia nuestra persona. Tal vez, no supimos abrirles nuestro corazón para que tuvieran cabida en él. Por eso con tantos “tal vez” no podemos juzgar su actitud y, mucho menos, guardar en nuestro interior un sentimiento que sólo sirve para destruir al que lo posee, porque es una ganancia del enemigo, que vive del resquemor. Sepamos participar del amor de Dios; con dificultad, con esfuerzo, pero sobre todo con constancia. Sepamos perdonar, tomando ejemplo de sus palabras, “setenta veces siete…”