30 de marzo de 2014

¡El agua de la Vida!

Evangelio de Juan 9,1-41:


En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: «Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?». Respondió Jesús: «Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios. Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo». Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del ciego y le dijo: «Vete, lávate en la piscina de Siloé» (que quiere decir Enviado). El fue, se lavó y volvió ya viendo. Los vecinos y los que solían verle antes, pues era mendigo, decían: «¿No es éste el que se sentaba para mendigar?». Unos decían: «Es él». «No, decían otros, sino que es uno que se le parece». Pero él decía: «Soy yo». Le dijeron entonces: «¿Cómo, pues, se te han abierto los ojos?». Él respondió: «Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo: ‘Vete a Siloé y lávate’. Yo fui, me lavé y vi». Ellos le dijeron: «¿Dónde está ése?». El respondió: «No lo sé». Lo llevan donde los fariseos al que antes era ciego. Pero era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos a su vez le preguntaron cómo había recobrado la vista. Él les dijo: «Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo». Algunos fariseos decían: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado». Otros decían: «Pero, ¿cómo puede un pecador realizar semejantes señales?». Y había disensión entre ellos. Entonces le dicen otra vez al ciego: «¿Y tú qué dices de Él, ya que te ha abierto los ojos?». Él respondió: «Que es un profeta». No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego, hasta que llamaron a los padres del que había recobrado la vista y les preguntaron: «¿Es éste vuestro hijo, el que decís que nació ciego? ¿Cómo, pues, ve ahora?». Sus padres respondieron: «Nosotros sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Pero, cómo ve ahora, no lo sabemos; ni quién le ha abierto los ojos, eso nosotros no lo sabemos. Preguntadle; edad tiene; puede hablar de sí mismo». Sus padres decían esto por miedo por los judíos, pues los judíos se habían puesto ya de acuerdo en que, si alguno le reconocía como Cristo, quedara excluido de la sinagoga. Por eso dijeron sus padres: «Edad tiene; preguntádselo a él». Le llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: «Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». Les respondió: «Si es un pecador, no lo sé. Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo». Le dijeron entonces: «¿Qué hizo contigo? ¿Cómo te abrió los ojos?». Él replicó: «Os lo he dicho ya, y no me habéis escuchado. ¿Por qué queréis oírlo otra vez? ¿Es qué queréis también vosotros haceros discípulos suyos?». Ellos le llenaron de injurias y le dijeron: «Tú eres discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; pero ése no sabemos de dónde es». El hombre les respondió: «Eso es lo extraño: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto a mí los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; mas, si uno es religioso y cumple su voluntad, a ése le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada». Ellos le respondieron: «Has nacido todo entero en pecado ¿y nos da lecciones a nosotros?». Y le echaron fuera. Jesús se enteró de que le habían echado fuera y, encontrándose con él, le dijo: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?». El respondió: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús le dijo: «Le has visto; el que está hablando contigo, ése es». Él entonces dijo: «Creo, Señor». Y se postró ante Él. Y dijo Jesús: «Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos». Algunos fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: «Es que también nosotros somos ciegos?». Jesús les respondió: «Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís: ‘Vemos’ vuestro pecado permanece».


COMENTARIO:


En este Evangelio de san Juan, observamos el milagro que Cristo realizó al ciego de nacimiento; y como ocurre con todos los hechos y las acciones del Señor, cada una de ellas se abre a un mundo de significados. Aquí se demuestra que Jesús es la Luz del mundo; Aquel
que ilumina nuestro interior, porque da el sentido último del mundo, de la vida y del hombre. Es la Palabra hecha Carne; la que nos cuenta la realidad de nuestro ser y nuestro existir, aclarando el enigma del dolor y de la muerte. Pero para que penetre esa claridad, que nos permite caminar sin tinieblas, es necesario que nos dejemos alumbrar por la Luz de Dios, que es Jesucristo.


Llama la atención que el ciego no le solicite ningún milagro; sino que sea el propio Señor el que se compadezca de su sufrimiento y, tocando sus ojos con el lodo al que le había aplicado su saliva, le pida que se lave en la piscina de Siloé. Es como si Jesús nos dijera, a los hombres de todos los tiempos, que Él pondrá todos los medios divinos si nosotros estamos dispuestos a responder con un acto de fe y, por ello, contribuir con nuestros medios humanos. Debemos tomar la decisión de creer y aceptando las palabras del Maestro, limpiarnos los ojos en las aguas del “estanque”: la Iglesia. El ciego hubiera podido pensar que esa agua no encerraba ningún poder. Que hacerlo era una pérdida de tiempo; y que el Señor no le diera algo más apropiado para su enfermedad, como un colirio o un ungüento, un error por su parte. Pero el hombre cree, y pone por obra el mandato de Dios, sin hacerse planteamientos personales. Y Cristo premia su fe, devolviendo a sus ojos la claridad perdida. Lo que ocurre es que, cuando el Señor nos permite ver, también alumbra nuestro corazón y en ese momento la vida toma otro cariz; porque Jesús pasa a ser el principio y la finalidad de nuestro existir.


Este hecho sobrenatural, que nos cuenta la Escritura, no debe parecernos tan extraño a todos aquellos cristianos que hemos tenido el privilegio de gozar y participar de los milagros efectuados por la Virgen, a través del agua, en Lourdes. El Señor ha querido conferir, mediante su Madre, los méritos de la Redención a todos aquellos que se han acercado con fe a la misericordia de su Corazón. Y no hay que olvidar que la enfermedad es el fruto del pecado que entró en este mundo por la desobediencia libre de los hombres; el rechazo a Dios y el sometimiento a la tentación. Por eso, la Tradición de la Iglesia ha visto siempre en este milagro, el Sacramento del Bautismo. Ya que en él, por medio del agua, el alma queda limpia de culpa y recibe la Luz de la fe y la fuerza del Espíritu para responder a la llamada divina.


No es casualidad que Jesús le pida al ciego que se lave los ojos en la piscina de Siloé. Porque como os digo siempre, todas sus palabras y sus acciones están llenas de un profundo sentido salvador. Ese estanque construido dentro de las murallas de Jerusalén para recoger las aguas de la fuente de Guijón y abastecer a la ciudad, a través de un canal construido por el rey Ezequías en el siglo VIII a.C., era considerado por los profetas cómo una muestra del favor divino hacia su pueblo, Israel. Por ello le pusieron el nombre de “Siloé”, que en la etimología hebrea quiere decir “Enviado”. Ahora, con un paralelismo de entonces, Cristo es el enviado de Dios: Dios hecho Hombre, que viene a limpiar con su sangre y el agua de su costado abierto por nosotros en la cruz, la negrura del pecado.

Pero ante este episodio evangélico, que parece que no admite discusión, aparecen las diversas posturas de aquellos hombres que, a lo largo de los siglos, han tomado, toman y tomarán, sobre Jesús y sus milagros. Los de corazón sencillo, como el ciego, cree en Cristo como el Hijo de Dios. Acepta su palabra, que ve ratificada con los hechos, y sin prejuicio a la Verdad encuentra en el milagro un apoyo firme para confesar que el Maestro obra con poder divino. En cambio otros, como aquellos fariseos, se encierran voluntariamente en sí mismos y pretenden no tener necesidad de salvación; obstinándose en no querer creer, incluso ante la evidencia de los hechos. Porque por más claro e incuestionable que sea un acto, siempre podemos buscar argumentos para refutarlo o rebatirlo. Y aquellos doctores de la Ley, cómo muchos de nuestros hermanos hoy en día, para no aceptar la divinidad de Jesús, rechazan la única interpretación correcta del milagro.


La última parte del texto, nos presenta una realidad que todos los cristianos han vivido como signo y distintivo de su fe: confesar a Cristo y ser testigos de su divinidad, manteniéndose fiel a sus mandamientos, es una causa de rechazo por parte de aquellos que han cerrado sus ojos a la Verdad y su corazón a la Palabra. No seremos indiferentes para ellos; y a pesar de pronunciar su increencia a los cuatro vientos, les molestará y les afrentará la creencia de los que vivan con fe su religiosidad. No sólo no quieren hablar de Dios, sino que intentan silenciar nuestras voces para que no podamos darle Gloria. En aras de su libertad hablan de sus derechos, cuando ahogan la nuestra sin permitirnos cumplir nuestros deberes. Así fue entonces, cuando echaron al ciego de la Sinagoga, por haberlos hecho partícipes del milagro que Jesús había realizado en él. Así sigue siendo ahora, cuando somos agredidos por dar testimonio de nuestro sentir y nuestro vivir. Cristo sigue agraviando a todos aquellos que han tomado el camino de la perdición; recemos por ellos y mantengámonos fieles y dispuestos a defender y transmitir el mensaje divino, que Dios nos encomendó en las aguas del Bautismo.