Evangelio según San Mateo 5,17-19.
Jesús
dijo a sus discípulos:
"No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento.
Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo se realice.
El que no cumpla el más pequeño de estos mandamientos, y enseñe a los otros a hacer lo mismo, será considerado el menor en el Reino de los Cielos. En cambio, el que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los Cielos."
"No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento.
Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo se realice.
El que no cumpla el más pequeño de estos mandamientos, y enseñe a los otros a hacer lo mismo, será considerado el menor en el Reino de los Cielos. En cambio, el que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los Cielos."
COMENTARIO:
Este Evangelio
de san Mateo, cobra su sentido ante los momentos de expectación mesiánica que
se vivían en Israel. Era el Mesías, según contaban las Escrituras, al que se le
atribuía la función de ser el verdadero y definitivo intérprete de la Ley. Y
Jesús es lo que hace; con un paralelismo con Moisés, que transmitió a su pueblo
la Ley que Dios le había entregado. Pero el Señor actúa con autoridad,
demostrando que no sólo la puede comentar y analizar; sino que le da su
verdadero valor al perfeccionar su conocimiento. Y puede hacerlo, porque Él es
la Razón y la Conciencia de aquellos preceptos que fueron dados por el Creador,
para el buen funcionamiento de sus criaturas.
Jesús no anula
ninguno de los mandamientos, sino que los interioriza y los lleva a la
perfección de su contenido; proponiendo lo que ya estaba implícito en ellos y
que los hombres todavía no habían descubierto, en su total profundidad. Es
decir, que el Señor da luz con sus palabras a ese camino de salvación, que se
presentaba entre tinieblas; iluminando sus senderos para que los podamos
recorrer sin tropiezos ni dificultad. Cristo facilita al hombre este trayecto
hacia Dios, explicitando el mapa de la salvación que los hombres habían
complicado, por la dureza de su corazón. Y nos recuerda que la Ley, como decía
san Josemaría, no es un cumplo-y-miento; sino que es esa actitud que nace de
nuestro interior y que siempre es fruto de un alma enamorada. Nuestros actos
deben ser la manifestación real de nuestro sentir; ya que si no, quedan
convertidos en la representación de lo que nos conviene, y por ello, estaremos
viviendo una mentira existencial. Pero el engaño, que puede funcionar ante
todos aquellos que nos rodean, es inútil cuando nos encontramos delante de
Dios.
El Señor sabe
muy bien que la Ley es el instrumento perfecto para que los hombres vivan en
total felicidad. Ya que cada precepto ha surgido del amor divino y está
destinado a alcanzar el orden y la armonía, en la conciencia personal. Nos
habla del respeto a nosotros mismos y a los demás; a la ayuda desinteresada de
todo el que nos necesita; a facilitar la convivencia y evitar la violencia.
Porque esa Ley incluye las instrucciones perfectas para el buen funcionamiento
de la obra divina. Cada uno de sus puntos, porque parten de Dios, están
dirigidos a sostenerse en las columnas de nuestro amor; ya que ese es el
profundo sentido que Cristo les da, para que podamos ser fieles a su Palabra.
Advirtiéndonos que en cielo, cuando se nos pidan cuentas de esos actos que
hemos ejercido en libertad –y por ello meritorios de ser juzgados- se pondrá en
la balanza de nuestra vida, el peso del amor que hemos dedicado en cada uno de
ellos.
Trasgredir la
Ley es, en realidad, dañar a nuestro prójimo y a nosotros mismos; porque cada
mandamiento del Decálogo está pensado para facilitar la convivencia en paz y
tranquilidad. No podemos hacer lo que queramos, porque no nos pertenecemos.
Sólo participamos de la vida que el Señor nos da, y que nos la quita cuando
cree conveniente. Por eso cometer otra vez el mismo pecado de nuestros primeros
padres, erigiéndonos en dueños de nosotros mismos e intérpretes a nuestro
antojo de la Ley de Dios, es un error gravísimo que se paga con la destrucción
personal y la de nuestro entorno. Sólo hemos de observar alrededor nuestro cómo
va la vida, para comprender que hemos de hacer nuestras las palabras de Jesús y
aplicarnos los Mandamientos. La Ley no es un capricho, ni una mera formalidad;
sino que es el único camino para responder a Dios y respondernos a nosotros
mismos con la coherencia de lo que somos y lo que estamos llamados a ser: hijos
de Dios en Cristo.