26 de marzo de 2014

¡Las normas divinas!



Evangelio según San Mateo 5,17-19.


Jesús dijo a sus discípulos:
"No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento.
Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley, antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo se realice.
El que no cumpla el más pequeño de estos mandamientos, y enseñe a los otros a hacer lo mismo, será considerado el menor en el Reino de los Cielos. En cambio, el que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los Cielos."

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Mateo, cobra su sentido ante los momentos de expectación mesiánica que se vivían en Israel. Era el Mesías, según contaban las Escrituras, al que se le atribuía la función de ser el verdadero y definitivo intérprete de la Ley. Y Jesús es lo que hace; con un paralelismo con Moisés, que transmitió a su pueblo la Ley que Dios le había entregado. Pero el Señor actúa con autoridad, demostrando que no sólo la puede comentar y analizar; sino que le da su verdadero valor al perfeccionar su conocimiento. Y puede hacerlo, porque Él es la Razón y la Conciencia de aquellos preceptos que fueron dados por el Creador, para el buen funcionamiento de sus criaturas.

  Jesús no anula ninguno de los mandamientos, sino que los interioriza y los lleva a la perfección de su contenido; proponiendo lo que ya estaba implícito en ellos y que los hombres todavía no habían descubierto, en su total profundidad. Es decir, que el Señor da luz con sus palabras a ese camino de salvación, que se presentaba entre tinieblas; iluminando sus senderos para que los podamos recorrer sin tropiezos ni dificultad. Cristo facilita al hombre este trayecto hacia Dios, explicitando el mapa de la salvación que los hombres habían complicado, por la dureza de su corazón. Y nos recuerda que la Ley, como decía san Josemaría, no es un cumplo-y-miento; sino que es esa actitud que nace de nuestro interior y que siempre es fruto de un alma enamorada. Nuestros actos deben ser la manifestación real de nuestro sentir; ya que si no, quedan convertidos en la representación de lo que nos conviene, y por ello, estaremos viviendo una mentira existencial. Pero el engaño, que puede funcionar ante todos aquellos que nos rodean, es inútil cuando nos encontramos delante de Dios.

  El Señor sabe muy bien que la Ley es el instrumento perfecto para que los hombres vivan en total felicidad. Ya que cada precepto ha surgido del amor divino y está destinado a alcanzar el orden y la armonía, en la conciencia personal. Nos habla del respeto a nosotros mismos y a los demás; a la ayuda desinteresada de todo el que nos necesita; a facilitar la convivencia y evitar la violencia. Porque esa Ley incluye las instrucciones perfectas para el buen funcionamiento de la obra divina. Cada uno de sus puntos, porque parten de Dios, están dirigidos a sostenerse en las columnas de nuestro amor; ya que ese es el profundo sentido que Cristo les da, para que podamos ser fieles a su Palabra. Advirtiéndonos que en cielo, cuando se nos pidan cuentas de esos actos que hemos ejercido en libertad –y por ello meritorios de ser juzgados- se pondrá en la balanza de nuestra vida, el peso del amor que hemos dedicado en cada uno de ellos.

  Trasgredir la Ley es, en realidad, dañar a nuestro prójimo y a nosotros mismos; porque cada mandamiento del Decálogo está pensado para facilitar la convivencia en paz y tranquilidad. No podemos hacer lo que queramos, porque no nos pertenecemos. Sólo participamos de la vida que el Señor nos da, y que nos la quita cuando cree conveniente. Por eso cometer otra vez el mismo pecado de nuestros primeros padres, erigiéndonos en dueños de nosotros mismos e intérpretes a nuestro antojo de la Ley de Dios, es un error gravísimo que se paga con la destrucción personal y la de nuestro entorno. Sólo hemos de observar alrededor nuestro cómo va la vida, para comprender que hemos de hacer nuestras las palabras de Jesús y aplicarnos los Mandamientos. La Ley no es un capricho, ni una mera formalidad; sino que es el único camino para responder a Dios y respondernos a nosotros mismos con la coherencia de lo que somos y lo que estamos llamados a ser: hijos de Dios en Cristo.