25 de marzo de 2014

¡María, nuestro tesoro!



Evangelio según San Lucas 1,26-38.


En el sexto mes, el Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret,
a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.
El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: "¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo".
Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo.
Pero el Ángel le dijo: "No temas, María, porque Dios te ha favorecido.
Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús;
él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre,
reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin".
María dijo al Ángel: "¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?".
El Ángel le respondió: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios.
También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes,
porque no hay nada imposible para Dios".
María dijo entonces: "Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho". Y el Ángel se alejó.

COMENTARIO:

  En este Evangelio de san Lucas nos encontramos con una narración que es de una densidad extraordinaria. Cómo vimos en el pasaje de días anteriores, Mateo desarrolló más extensamente la función de san José, como padre de Jesús en la tierra y como protector de la Sagrada Familia; y en cambio Lucas lo hace con María Santísima, mostrándonos con todo detalle su concepción virginal.

  En este misterio de la Encarnación –que no hay que perder de vista que por ser un hecho sobrenatural, siempre será un misterio para nosotros- se descubren diversos sucesos que dan luz a la realidad de Cristo, porque cada palabra lleva escondida una profundidad de significado sorprendente, que el Ángel desgrana ante la doncella inocente, que le escucha expectante: le dice que concebirá sin intervención de varón; y que ese Niño, verdadero Hombre por ser Hijo de sus entrañas, será al mismo tiempo el Hijo de Dios, en el sentido más real de esta expresión.

  Ante este hecho lo primero que podemos observar es que, como ocurre muchas veces, la descripción que hacemos los hombres de lo que percibimos en los demás, no se ajusta ni tiene nada que ver con el conocimiento de Dios sobre las personas. Ante sus conciudadanos María era una joven desposada con José, de la casa de David. En cambio para el Señor, es la “llena de Gracia”; la criatura más singular salida de las manos del Creador, y escogida desde antes de todos los tiempos para ser la Madre de Dios. De ese Dios encarnado que ha querido nacer de Ella, en el momento adecuado para transmitirnos la salvación. Esa criatura, humilde y sincera, en la que el Padre ha puesto todas sus complacencias.

   Gabriel, al anunciar a la joven la Buena Nueva, lo hace a través de un paralelismo entre esa acción divina y la otra, también milagrosa pero distinta, que ha llevado a cabo con su prima Isabel. Con ella y su esposo, en la majestad del Templo de Jerusalén, el Señor ha escuchado y ha remediado la petición de dos personas justas, que querían tener un hijo a pesar de su edad avanzada. Aquí, en cambio, nos encontramos en una aldea perdida de Galilea, Nazaret. Un lugar humilde y olvidado, donde el propio Dios realiza una acción singular, soberana y omnipotente, que evoca la propia creación: ese momento en que, cómo nos dice el Génesis, había creado el cielo y la tierra, donde reinaba el caos y la tiniebla; hasta que el Espíritu de Dios puso orden y dio vida. El mismo Espíritu que hacía notar su presencia en una nube, que cubría el Arca de la Alianza, y protegía y dirigía a su pueblo, Israel.

  Ahora, de la misma manera que entonces y con una nueva creación, el poder de Dios envolverá a María y Ésta transmitirá al Verbo la naturaleza humana, por la que seremos redimidos cada uno de nosotros, a través de su sacrificio. Pero esta vez, igual que en el Paraíso, toda la creación esperará expectante el acto libre de entrega de la voluntad de María a los planes divinos. Todo un Dios confía la salvación a nuestra libre respuesta; aunque esta vez, en aquella alcoba, se encuentra una persona singular que es pequeña a los ojos de los hombres, pero inmensa a los ojos de Dios. La Virgen no duda; no calibra los pros y los contras, como seguramente habríamos hecho tú y yo. Ella se entrega a los planes de Dios porque sabe que tiene la Gracia para vencer las dificultades. No olvides que nosotros también recibimos esta ayuda divina en los Sacramentos, para responder afirmativamente a lo que nos pida el Señor.

  Ese es el espejo en el que tenemos que mirarnos continuamente: esa actitud en la que siempre se prioriza la voluntad divina, cueste lo que cueste; aunque duela, y aunque no la entendamos. Porque confiamos ciegamente en que el Señor nos dará las luces adecuadas para comprender que somos, porque hemos decidido serlo, los medios para transmitir el mensaje de la salvación, como Iglesia, a nuestros hermanos.

  El pasaje contiene también una revelación sobre Jesús de suma importancia; ya que en ese Niño que anuncia el Ángel, se verán cumplidas todas las promesas que anunciaron en el Antiguo Testamento aquellos profetas: como Isaías, Jeremías, Daniel…y muchos otros. O en los libros de Génesis, Éxodo o Números… Y qué decir de los Salmos, donde se descubre a Jesús en cada párrafo. Para cualquiera que estuviera versado en la Escritura, era inevitable aceptar que Jesucristo era el Mesías; sin embargo, descubrir que ese Mesías era el Hijo de Dios, sobrepasaba todo lo imaginable. Y es ahí, en ese rechazo que sufrirá Jesús, dónde María asegurará que su obediencia no será desatada, como le ocurrió a Eva, por los planes del maligno. María será corredentora con su Hijo, del género humano, porque ha sido la Madre fiel de la Iglesia naciente; que nos devuelve la vida divina que perdimos por la desobediencia de aquella primera mujer: Eva. Por eso la Virgen no es sólo Madre de Dios y de la Iglesia sino que, por serlo, es la Madre de todos los creyentes que, libremente, nos hemos unido a Cristo Jesús por el Bautismo. Venerémosla como tal; defendámosla con nuestras palabras y nuestras acciones; y no dejemos que delante de nosotros se vuelva a faltar, al amor de María.