15 de marzo de 2014

¡No dialoguemos con la tentación!



Evangelio según San Mateo 5,20-26.



Les aseguro que si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos.
Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal.
Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego.
Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti,
deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda.
Trata de llegar en seguida a un acuerdo con tu adversario, mientras vas caminando con él, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y te pongan preso.
Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo.


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Mateo es una continuación de aquellos en los que Jesús, tras enseñar el verdadero valor de la Ley en términos generales, va puntualizando de forma específica, que su cumplimiento va más allá de una observancia puramente formal. Nos habla en realidad, no de cumplir; sino de obrar por amor a Dios. Con esa generosidad que es capaz de realizar las cosas grandes, superando todo tipo de dificultades. Nos pide esa predisposición de ánimo que no desfallece jamás; porque sabe que con la Gracia de Dios, conseguiremos ser fieles a su voluntad. Pero el Señor nos advierte, ante teorías absurdas que surgían tanto entonces como ahora, que cada uno de nosotros deberá presentarse ante Dios para rendir cuentas de esos actos; ya que las acciones humanas son libres y, por ello, meritorias de premio o castigo. Son los hechos que manifiestan la realidad, de lo que siente nuestro corazón.

  Jesús nos indica en el texto, tres faltas que podemos cometer contra la caridad; y en las que se sigue un orden de gradación. Pero el Maestro indica en ellas, que todas son fruto de un sentimiento que no es propio de aquellos que comparten su vida con el Señor. Que nuestra alma no tiene cabida para albergar, al mismo tiempo, el Espíritu de Dios –que es Amor- y el rencor que nos consume, contra nuestros hermanos. Por eso comienza hablándonos, y poniéndonos en guardia, de esa ira o irritación interna que si permitimos que crezca se convertirá, inevitablemente, en un mar de insultos. Es esa actitud de soberbia, en la que agraviamos a los demás, despreciándolos. Porque, en el fondo, lo que mueve nuestra voluntad cuando estamos ofendidos, es el deseo preciso de hacer daño a nuestros interlocutores. Y Jesús nos advierte que herir a los demás, aunque sea de palabra, es un pecado gravísimo contra el amor.

  Pero Cristo va más allá todavía al prevenirnos contra esos sentimientos internos, que permitimos, y que son la leña que aviva el fuego de nuestro resentimiento; porque inevitablemente, terminan por convertirse en faltas de injurias, calumnias y murmuración. No podemos consentir dialogar con ese fuero interno que bebe de la soberbia y la envidia, y que no sabe y no quiere perdonar las ofensas recibidas. No podemos obrar así y después, en el Padrenuestro, pedirle al Señor que nos perdone; cuando nosotros no sabemos disculpar a nuestros hermanos. Hemos de estar prevenidos contra esa tentación diabólica que, a través de los medios de comunicación, nos hace creer que terminar con la honra de una persona, no supone ninguna mala acción. Que comentar, es una capacidad que tiene el hombre en función de su libertad. Pero se olvidan que nuestra libertad termina, donde comienza la de nuestros hermanos; y todos ellos, sean como sean, tienen derecho a su reputación y su intimidad.

  Nos dice san Juan, que seremos juzgados en el amor. Que presentaremos todo el bien que hayamos hecho, ante el Sumo Hacedor. Pero si nuestro corazón ha albergado un sentimiento de animadversión hacia un hijo de Dios, ese Dios que es Padre, nos pedirá cuentas de nuestra reacción. Sólo Él ve en lo más profundo de nuestro interior: ve esa intención que aflora en una palabra que encierra un doble sentido; en ese sentimiento encontrado, que nadie percibe, y que asoma con una mirada esquiva de soslayo. Todo lo que, tal vez, es inapreciable para los hombres, es manifiesto para Dios.

  De ahí que el Maestro nos pida, desde este texto evangélico, que consigamos ponernos en el lugar de los demás; que intentemos comprenderlos y disculparlos, como Él hace constantemente con nosotros. Que busquemos su bien y evitemos, si podemos, que les ocurra algún mal. Porque nos ha llamado a ser sus discípulos; a que seamos otros Cristos a través de una intensa vida sacramental. Y que sepamos, el Señor murió por todos: por los que le amaban y, sobre todo, por los que le odiaban; para que pudieran arrepentirse y participar de la salvación. Dios nos habla de amor, de esa magnanimidad que no entiende de mediocridades ni medias tintas; porque para redimirnos, envió a su Hijo a una Muerte de Cruz. Nos habla de la necesidad de cambiar el mundo, cambiando los corazones de los hombres; y poniendo amor en aquellos lugares donde sólo reina el odio. Esa es la base de nuestro cristianismo, que se manifiesta en el perdón. No debemos hacer daño a nadie, porque en realidad haciéndolo, nos degradamos a nosotros mismos como seres humanos, creados a imagen de Dios.