16 de marzo de 2014

Amar al enemigo



Evangelio según San Mateo 5,43-48.
Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.
Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores;
así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos.
Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos?
Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los paganos?
Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el Cielo.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de Mateo resume, en sus últimas frases, la enseñanza de todo el capítulo; recordándonos el precepto del Levítico, que el Señor nos llama a aspirar, luchar e intentar alcanzar la santidad, porque esa es la verdadera finalidad de nuestra vida. Solamente aquel que imite la perfección del Padre Celestial, llevará la Ley a su plenitud y alcanzará la Gloria. Dios no nos llama a la mediocridad; a conformarnos con lo bueno, si podemos aspirar a lo mejor. No; el Señor nos habla de esa lucha interior y personal, a su lado, donde el hombre se trasciende y busca que sus actos sean el fiel reflejo de su verdadera fe.

  Todos sabemos que, a pesar de que Dios se nos ha revelado veladamente en la Escritura Santa, la imagen perfecta del Creador es Jesucristo. Él es el Verbo encarnado, que descubre al mundo quién es Dios; hablando al hombre, con palabras humanas que pueda comprender. Por eso, si alcanzar la santidad es imitar al Señor, está claro que sólo lo conseguiremos si imitamos la caridad de Cristo y proclamamos su bondad. Es esa llamada de Jesús a cada uno de nosotros para que superemos con su Gracia, nuestra naturaleza herida. Y eso no es una sugerencia, sino una exigencia que nos reclama seguir exactamente los pasos del Maestro, por su caminar aquí en la tierra.

  Es esa llamada universal a la santidad que el Señor, a través de la Iglesia, nos hace a todos los hombres; pero sobre todo a los que por el Bautismo, nos hemos hecho cristianos y nos hemos comprometido a transmitir al mundo, la Verdad divina. Por eso nos insiste Jesús, desde este texto evangélico, en que lo que nos diferenciará de los hombres que no gozan del don de la fe, es el amor incondicional a nuestros hermanos. Porque ese fue, y debe ser, el distintivo específico de los seguidores del Maestro que consiguió convertir a una sociedad pagana, en una sociedad cristiana.

  No se trata de corresponder a un sentimiento de afecto compartido; ni de ayudar a aquellos que se lo merecen, sino de estar pendientes de las necesidades de los demás: de los que son afines, y de los que no lo son. Se trata de comportarnos como aquel samaritano, que se preocupó por su enemigo herido: curándolo, tratándolo, salvándolo y ayudándole a regresar a su lugar de origen. Es buscar lo que nos une, y olvidar lo que nos separa; es ver en los ojos de mi hermano, la mirada de nuestro Dios.

  Y mi hermano es cualquiera que camina a nuestro lado; aunque no piense como nosotros, ni tenga nuestro mismo color de piel. Es aquel que en la lejanía, nos invita a vivir la solidaridad y no olvidarnos de su sufrimiento; porque justamente su dolor, es la chispa que enciende nuestra voz y nos llama a clamar a este mundo la necesidad de amar a Dios, para alcanzar y llevar a todos la felicidad. Amaremos a los demás, no por lo que son; sino porque son. Y al ser, son imagen de Dios, como tú y como yo. Cada uno con sus costumbres, con su cultura y con su razón; pero todos, hermanos nuestros en Cristo, Nuestro Señor.