30 de marzo de 2014

¡La oración auténtica!



Evangelio según San Lucas 18,9-14.



Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
"Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano.
El fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano.
Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: '¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'.
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".


COMENTARIO:

  Este Evangelio de Lucas nos presenta una parábola de Jesús, donde se ejemplifican dos modos de hacer oración, que son opuestos. En un lado se encuentra el fariseo: hombre satisfecho de sí mismo que reza de pie, sin doblar las rodillas ante Dios. Se cree bueno, cumplidor; no encuentra en sí mismo pecado alguno y, por ello, no tiene necesidad de arrepentirse. Hace más cosas que sus hermanos, y cumple con sus obligaciones religiosas más allá de lo que establece la propia Ley: ayuna más veces que las prescritas y paga el diezmo de todo. Es decir, que para cualquiera que lo escuchara, él es un modelo de fe.

  ¡Pero no es así para Dios! Porque ese hombre no se dirige a su Creador con la humildad del que ha sido creado y sabe que nada le pertenece, porque todo lo debe. Del que conoce, que lo que hay de bueno en él, sólo procede del Padre, que nos mantiene en su Gracia. Que los actos del creyente, deben provenir de un corazón enamorado, que no contabiliza sus buenas acciones; porque siempre le parecen pocas para su Señor. Que es consciente de su pequeñez y debilidad, porque siempre se mira en el espejo de Dios, que nos insta a crecer en santidad y alcanzar la perfección. Este fariseo no se comunica con el Altísimo, sino con su yo personal que está plagado de orgullo; por eso su diálogo es un monólogo, que nada tiene que ver con la oración.

  En el polo opuesto está el publicano: pecador arrepentido, que conoce su miseria y recurre a la fuerza divina para responder afirmativamente a la llamada de Dios. Símbolo de todos los hombres, que caemos y estamos dispuestos a volvernos a levantar; porque tropezar forma parte de la naturaleza humana y superarlo, de la Gracia divina.

  La oración de este hombre es auténtica y nos descubre las verdaderas disposiciones que hay que tener para hablar y relacionarnos con el Señor. Por eso el publicano, baja del Templo justificado; porque ha sentido verdadero dolor de haber ofendido a Dios; y el Señor, en su amor, le infunde el perdón de su divina misericordia.

  Toda esta parábola es una clara manifestación de cómo debe ser la verdadera oración: ese íntimo diálogo con Dios que se plasma en una relación perseverante y humilde, que no desfallece jamás. Que no pide con el orgullo de pensar que se lo merece; sino con un corazón contrito que espera y descansa en la Bondad del Sumo Hacedor. Y porque espera, confía; disponiendo su querer para recibir, seguro de que será lo mejor que pueda pasar, lo que el Señor disponga en su voluntad santísima. Y quiero terminar este comentario, con las palabras del Salmo 130, que bien podrían ser un resumen de lo que hemos meditado hasta ahora:
“Desde lo más profundo, Te invoco, Señor.
Señor, escucha mi clamor;
Estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica.

Si llevas cuentas de las culpas, Señor,
Señor mío, ¿Quién podrá quedar de pie?
Pero en Ti está el perdón,
Y así mantenemos tu temor.

Espero en Ti, Señor.
Mi alma espera en su palabra;
Mi alma espera en el Señor
Más que los centinelas la aurora.

Los centinelas esperan la aurora,
Pero tú Israel, espera en el Señor;
Pues en el Señor está la misericordia,
En Él, la redención abundante.
Él redimirá a Israel
De todas sus culpas.” (Sal.130)