19 de marzo de 2014

¡Querido san José!



Evangelio según San Mateo 1,16.18-21.24a.


Jacob fue padre de José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, que es llamado Cristo.
Este fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto.
Mientras pensaba en esto, el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: "José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo.
Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados".
Al despertar, José hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado.

COMENTARIO:

  Comienza san Mateo su Evangelio, de la misma manera que lo hace Lucas: narrando algunos episodios referentes al nacimiento y a la infancia de Jesús. Y lo hacen para enseñarnos que en la forma enteramente singular de su origen como hombre, se pone de manifiesto su realidad de Hijo eterno de Dios. Que en ese Jesús de Nazaret, descubrimos al Mesías descendiente de David; el Salvador, en quien se han cumplido las promesas de Dios al antiguo pueblo de Israel.

  Pero san Mateo y san Lucas, a pesar de narrarnos lo mismo, lo hacen desde perspectivas diferentes; ya que el primero se fija especialmente en el cometido de José, y el segundo lo hace con María. Esta es la maravilla de la Escritura, que nos descubre la Verdad, desde distintos aspectos. En este texto que meditamos hoy, el escritor sagrado nos indica como el Patriarca recibe, por voz del ángel, la explicación de la concepción virginal de su esposa, acogiéndola en su hogar; y como le pone el nombre al Niño, por mandato divino.

  José será avisado de nuevo, posteriormente con la marcha de los Magos, para que tome a su Hijo y a su Madre y, ante la persecución de Herodes, huyan a Egipto. Más tarde, cuando el tirano haya muerto, recibirá otro aviso celestial para que vuelva a la tierra de Israel. Es decir, que de una forma evidente para el que tiene fe, pero a la vez difusa por la humildad del personaje, observamos por los hechos cómo José fue el elegido por el Padre eterno para ser el protector y el fiel custodio de  sus principales tesoros. Y, como en otras ocasiones, el texto sagrado no describe con la exactitud que nosotros querríamos, la personalidad de este hombre al que el propio Dios le confió la salvaguarda de la Persona, que tenía que llevar a término la Redención.

  Pero es justamente esa indicación, la que nos permite vislumbrar las perfecciones de las que debía gozar José. Ante todo, esa fe que responde sin dudas ante la explicación celestial; con una total entrega a los planes de Dios. Esa santidad, que lo hacía óptimo para ser el ejemplo, aquí en la tierra, en el que fijaría sus ojos el Mesías prometido; aprendiendo de él, como Hombre, todo lo que había de aprender: las virtudes humanas, la piedad, la confianza, la alegría, la laboriosidad, el respeto, la obediencia… El Padre confía al padre, el Hijo que como perfecto Dios, será también perfecto hombre.

  Y José lo hará, porque el Señor lo ha llamado, desde el amor humano, para que lleve a cabo su misión como esposo de la Virgen y como padre el Niño Dios; aceptando, seguramente con temor, la voluntad divina. Porque se le pide que ejerza una verdadera  paternidad sobre Jesús y, para que no queden dudas, se le pide que imponga el nombre al Hijo; y que cuide de la Sagrada Familia. A él, que en un momento determinado titubeó; pero que por ser un hombre justo, con esa justicia que va más allá de los preceptos y bebe de la fuente del verdadero amor, es capaz de dejar libre a María de los compromisos de desposada. Sólo una persona que viva la santidad en su corazón y tenga la luz del Espíritu Santo, es capaz de ver la Verdad divina en los planes humanos. Sólo él podía ser el escogido para proveer la inserción del Hijo de Dios en el mundo, respetando todas las disposiciones divinas.

  Vemos como el Ángel insiste a José en sueños, para que imponga al Niño el nombre de Jesús, que quiere decir: “El Señor salva”. Y lo hace porque sólo con ese nombre, ya se descubre la profunda realidad del Mesías: Él ha venido a este mundo, para salvar a su pueblo de los pecados. En todo el Antiguo Testamento, salvar al pueblo significaba liberarlo de los enemigos y restaurar el Reino de Israel, una vez que sus faltas hubieran sido expiadas. Ahora, en el principio y a través de su Nombre, se observa ya el final de su misión: Jesús es el Nombre propio de Dios hecho Hombre, que viene a liberar a los hombres que quieran ser liberados, de la esclavitud del pecado; para devolverlos a la vida divina.

  Llama la atención cómo ese prodigio maravilloso de la salvación de los hombres, a cargo de Jesucristo, el Verbo encarnado, se haya realizado gracias a la fe rendida de dos criaturas admirables: María y José. Ellos eran como nosotros, y gozaban también de la Gracia y la cercanía de Nuestro Señor. Ambos debieron vencer dudas y tribulaciones; y los dos, a través de su fidelidad, han sido el más claro ejemplo para los cristianos de todos los tiempos, de cómo alcanzar la santidad. Por eso no es de extrañar que la Iglesia haya recomendado la devoción del santo Patriarca, que hoy celebramos. Aprovechemos para venerarlo y pedirle que sea nuestro maestro de oración, de fe, de coherencia, de humildad y de esperanza.