28 de marzo de 2014

¡el mandamiento del amor!



Evangelio según San Marcos 12,28b-34.


Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó: "¿Cuál es el primero de los mandamientos?".
Jesús respondió: "El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor;
y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas.
El segundo es: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos".
El escriba le dijo: "Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él,
y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios".
Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: "Tú no estás lejos del Reino de Dios". Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

COMENTARIO:

  Este Evangelio de san Marcos nos presenta, otra vez, a un maestro de la Ley que quiere hacerle una pregunta a Jesús. A lo largo de los capítulos anteriores, hemos podido observar las asechanzas  que los príncipes de los sacerdotes, los escribas, los fariseos, los herodianos, los saduceos y hasta los ancianos, han tramado contra el Señor. Pero ahora se presenta ante Él un personaje con una actitud muy diferente a la de sus predecesores: su intención es, justamente, preguntar y conocer; no dejarse guiar por los comentarios que ha oído y comprobar, de primera mano, si lo que dicen del Maestro es verdad o es producto del odio, la envidia y el rencor.

  Cristo, que ve nuestro interior y se percata de cada uno de nuestros deseos, percibe la buena voluntad del hombre y, no sólo contesta a sus preguntas, sino que se entretiene en instruirle porque sabe que, solamente escuchando sus palabras y prestando atención a su mensaje, será capaz de alcanzar su verdadera realidad. No lo hará así con aquellos que, por tener una idea preconcebida y malintencionada, cierran su mente a la veracidad de su anuncio. La Fe, que es una virtud sobrenatural y un regalo de Dios, se nutre por el oído; por la aceptación del mensaje divino, al depositar nuestra confianza en Aquel que nos lo transmite. Nada tienen que ver los ojos, que sólo buscan la evidencia del hecho; ya que impera el acto que se manifiesta a la razón y que no puede ser obviado. Por eso, porque el Señor nos pide que descansemos en su Palabra y que le confesemos desde el corazón, ha enviado a su Verbo, para que se encarnara de María Santísima. Su misión será hablar a los hombres con voz de Hombre y, dando a conocer la Verdad divina, ayudar a que la asumamos y la hagamos vida. Sólo así, regresando voluntariamente al lado de ese Dios conocido que Cristo manifiesta, alcanzaremos la salvación.

  Jesús recalca que el mandamiento que encierra toda la Ley, es aquel que define la realidad de Dios en toda su riqueza y profundidad: el del amor. Primeramente a Dios, al que entregamos y sometemos nuestro querer, por encima de todo y de todos; aunque eso implique renunciar a las personas, trabajos o circunstancias que por su condición o mala fe, intenten separarnos del camino de la redención. Pero el Señor nos pide, nos exige, que le amemos con todo nuestro ser: cuerpo y espíritu. Es decir, no sólo con el corazón, sino con la razón que se abre a la luz del misterio. Nos insta a ese esfuerzo intelectual que profundiza en el Ser divino: en su Naturaleza, en su historia, en sus palabras y en sus acciones. Nos mueve a ese querer conocer, que es el principio del amor, a Dios en Cristo.

  Pero el Maestro va más allá y nos solicita que ese sentimiento sea fruto de la voluntad; que sea una elección libre, donde renunciamos a nosotros mismos por cumplir los deseos del Señor. Deseos que muchas veces, si estamos en Gracia, se identificarán con los nuestros; pero tal vez, en muchas otras, serán una difícil prueba donde calibrar la intensidad de nuestra fe. Jesús no se anda con “medias tintas”: “no nada y guarda la ropa”; no cuida la sutileza para “no comprometerse en exceso con sus respuestas”. No; Cristo nos habla de radicalidad en el amor a Dios. De esa entrega total, que es capaz de ver en las criaturas, la imagen de su Creador. Y ese es el motivo de que cuidemos de los demás, de que protejamos sus derechos y disculpemos sus debilidades; porque en cada uno de nuestros hermanos se encuentra la semilla divina que puso el Señor en su corazón.

  Amamos y respetamos a nuestro prójimo, porque ese prójimo ha sido un deseo especial de Dios; porque en él se encuentra el aliento divino, que le elevó a su máxima dignidad. Y en tan alto aprecio nos tiene el Señor, que envió a su propio Hijo para rescatarnos del mal. Cómo decía san Juan, es imposible que amemos a Dios, que no vemos, si somos incapaces de amar a los hombres, a los que vemos. Tal vez sean sus actitudes, las que a veces nos impiden abrir el alma a los demás; pero tal vez esos “demás”, necesiten de nuestras actitudes cristianas para comprender su error y regresar al lado de Dios. Amamos, porque Jesús nos ama, a pesar de nuestros pecados y nuestras debilidades. Esperamos con paciencia, porque para el Maestro no hay tiempo  cuando se trata de regresar al camino de la fe. Perdonamos las injurias, porque Cristo murió perdonando en lo alto de una Cruz, a los que quebraban sus huesos y taladraban su carne.

  Todas las ofrendas, todos los holocaustos que entreguemos al Señor, sólo tendrán valor si están cimentados en el amor. Pero para que esto sea así, ¡no os engañéis!, necesitamos imperiosamente de la Gracia que Jesús rescató para nosotros, participando de la Pasión. Necesitamos ser Iglesia y, como Iglesia, recibir la vida sacramental que nos dará el valor para querer sin medida, sin juzgar, sin interés… Sólo al lado de Dios podremos ser capaces de responder al mandamiento del Amor.