1 de marzo de 2013

¡No hay excusas!

Evangelio según San Lucas 16,19-31.

Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes.
A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro,
que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas.
El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado.
En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él.
Entonces exclamó: 'Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan'.
'Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento.
Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí'.
El rico contestó: 'Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre,
porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento'.
Abraham respondió: 'Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen'.
'No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán'.
Pero Abraham respondió: 'Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán'".


COMENTARIO:


  San Lucas nos transmite la parábola del Rico Opulón y el pobre Lázaro, en la que el Señor nos revela varios puntos vitales de su mensaje de salvación.
Ante todo, el escrito intenta disipar dos errores que, en aquellos momentos, estaban muy difundidos entre la doctrina que predicaban algunos doctores de la Ley: uno de ellos era la negación de la supervivencia del alma después de la muerte y, consecuentemente, la imposibilidad de un juicio y la posterior retribución por parte de Dios. La segunda cuestión era la interpretación de la prosperidad material en esta vida, como premio a la rectitud moral y, en cambio, la adversidad como resultado del castigo divino. De ahí que se comprenda que, para ellos, un mendigo era estimado como un pecador merecedor de su mala suerte y, por ello, repudiado socialmente.
Jesús, con sus palabras, da la vuelta a esa apreciación y nos sitúa frente a uno de los pecados más cometidos y, a la vez, menos confesados: el de omisión.


  Del rico Opulón no se dice explícitamente que hiciera nada malo; sino que vestía muy bien y diariamente celebraba espléndidos banquetes, dedicándose exclusivamente –y ahí radica el problema- a su goce personal. Para él, todo aquel que no era él, no tenía ninguna importancia. Su vida regalada había cerrado sus ojos al sufrimiento ajeno y era incapaz de oír la voz de Dios, cuando clamaba en su conciencia. Por eso la parábola nos invita a una vida sobria y solidaria, que es independiente de tener o no tener, ya que debe estar unida indivisiblemente al compartir y al amor, fruto de un corazón generoso que sabe escuchar en el silencio el grito de auxilio de un hermano necesitado.
Porque no hay peor pecado que el olvido y la indiferencia del sufrimiento ajeno. No es que hagamos algo mal, si no que no hacemos nada, salvo aquello que beneficia a nuestros propios intereses.
Ayudar será para unos, socorrer económicamente; para otros, darles una solución en el momento oportuno y, para todos, darles nuestro tiempo, apoyo y  cariño. Porque lo que esperan los demás de nosotros, es exactamente eso: a nosotros. La Madre Teresa de Calcuta, en su libro “Orar” lo expresó magníficamente con un ejemplo que ella vivió en la India:

“Una noche un hombre vino a nuestra casa para decirme que una familia hindú  con ocho hijos llevaba varios días sin probar bocado.
No tenían nada que comer.
Tomé una porción suficiente de arroz y me dirigí a su casa.
Pude ver en sus caras de hambre, a los niños con los ojos desencajados.
Difícilmente hubiera podido imaginar visión más impresionante.
La madre tomó el arroz de mis manos, lo dividió en dos mitades y se fue.
Cuando unos instantes después estuvo de regreso le pregunté.
-¿A dónde ha ido? ¿Qué ha hecho?-
Me contestó:
-También ellos tienen hambre-
“Ellos” eran la familia de al lado: una familia musulmana con el mismo número de hijos que alimentar y que también carecían por completo de comida.
Aquella madre estaba al tanto de su situación.
Tuvo el coraje y el amor de compartir su escasa porción de arroz con otros”.


  Pero la parábola tiene una segunda parte de inmensa importancia y gran sentido común: Nuestros actos, por ser libres, son responsables y por ello meritorios. Cuando se los presentemos a Dios, ese último día que implica el resto de todos los días, tened la seguridad de que seremos juzgados. Y aunque hoy en día hay un verdadero interés por hacernos olvidar que hay un infierno…creedme, ¡lo hay! El Señor no deja dudas. Es ese lugar en el que no hay vuelta atrás, salvo la carencia total de Dios: el mal, el odio, la infidelidad, la inquietud, la guerra…un sin vivir permanente y eterno que nos consume, producto de la elección libre de cada uno de nosotros que se ha preferido a sí mismo antes que al amor divino, escondido en el interior de nuestros hermanos.


  Cierto es que los goces terrenales pueden hacernos perder el Norte de nuestra vida, pero el Señor le recuerda a Opulón, donde se encuentra la Verdad que nos hace retomar el camino de la salvación: en la Sagrada Escritura, donde Dios nos habla al corazón; y en la intimidad con el Resucitado, Cristo mismo, que se entrega cada día por nosotros en el Sacramento Eucarístico. No hay pérdida, no hay excusa, sólo falta el compromiso.