9 de marzo de 2013

¡Podremos seguir a Cristo!

Evangelio según San Marcos 12,28b-34.
Un escriba que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó: "¿Cuál es el primero de los mandamientos?".
Jesús respondió: "El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor;
y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas.
El segundo es: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos".
El escriba le dijo: "Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él,
y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios".
Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: "Tú no estás lejos del Reino de Dios". Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.



COMENTARIO:


  San Marcos nos presenta en su Evangelio, la actitud bienintencionada de un escriba. En varios pasajes anteriores, el evangelista ha recogido las asechanzas de los doctores de la Ley: fariseos, escribas, saduceos, herodianos…Todos se ponían de acuerdo para intentar que el Señor cayera en alguna blasfemia y así poder terminar con Él, sin ningún problema. Pero Jesús respondía con la verdad y los argumentos divinos, dejando sin preguntas a aquellos que, con falacias, intentaban buscar contraindicaciones en la Palabra revelada.


  Por eso Cristo, al oír la cuestión que le plantea el escriba desde una perspectiva distinta a la de sus predecesores, que surgía del fondo de su corazón, se entretiene en instruirle. Y lo hace desde el amor, recordándole aquel primer mandamiento que fundamenta la oración más importante y profunda del pueblo judío: la Shéma. Es allí donde cada uno de ellos reconoce que Dios es el único Señor y que de Él dependen todas las cosas. Que ninguno es dueño de sí mismo, y por ello no podemos erigirnos como legisladores de nuestras propias normas. Dios nos ha dado una ley natural impresa en lo creado que debemos buscar, hallar y respetar; y una ley sobrenatural, revelada, que nos da conocimiento de nuestro ser y nuestro existir. Por ella sabemos de donde venimos y, si la seguimos, a donde seremos capaces de llegar.


  Pero todo aquello que somos, busca a Dios a través de la inteligencia y la voluntad que lucha contra la esclavitud del pecado. Y es ese querer esforzado, fruto de la libertad que ama incondicionalmente, lo que el Señor nos pide en su primer mandamiento. Amor que requiere no sólo aceptar, sino confiar y unir nuestra voluntad a la suya; aunque muchas veces ni la entendamos, ni la compartamos.
Es entregarle nuestro corazón y responder, con los hermanos Zebedeos, que podremos seguir a Cristo hasta donde desee llevarnos, si nos da la fuerza de su Gracia. Que cruzaremos montañas, si nos lo pide; o bien nos quedaremos en medio del mundo: en nuestro trabajo; con nuestra familia; entre nuestros amigos, pero transmitiendo su mensaje y consiguiendo que todos puedan llegar a conocerlo. Porque nadie ama lo que no conoce, es imprescindible que cada uno de nosotros sea un libro abierto para que nuestros hermanos puedan encontrar entre sus líneas a Cristo.


  Pero si el amor a Dios es lo primero que se manda, el amor al prójimo es lo primero que se debe practicar.
Estamos creados a imagen y semejanza de Nuestro Padre celestial y por ello, cada uno, tiene esa alma personal que lo hace participar de la vida divina. Nos dice san Juan que si no amamos al prójimo, al que vemos ¿Cómo vamos a amar a Dios a quien no vemos? Es cierto que el hombre, por el pecado original, sufre una naturaleza herida que puede convertirlo, a veces, en un verdadero animal esclavo de sus pasiones y producto de sus vicios. Pero aún en estos momentos, cuando está caído, puede sentir el arrepentimiento y desde su corazón contrito volver a Dios, del que nunca debió partir.


  Sólo el amor al prójimo limpiará nuestros ojos para ver a Dios; para encontrar en el hombre esa dignidad tan grande que llevó a Cristo a morir por él, por cada uno de nosotros: grandes y pequeños; buenos y malos; ricos y pobres. No hay distinción de personas en el corazón enamorado del Hijo de Dios. Y esa debe ser la base, el fondo y la medida de nuestra conducta y actitud con todos aquellos que el Señor ha querido ponernos a nuestro lado; y, no olvidéis que, de cada uno, nos pedirá cuentas cuando volvamos a Él.