15 de marzo de 2013

¡Miremos de frente al Señor!

Evangelio según San Juan 5,31-47.
Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no valdría.
Pero hay otro que da testimonio de mí, y yo sé que ese testimonio es verdadero.
Ustedes mismos mandaron preguntar a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad.
No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para la salvación de ustedes.
Juan era la lámpara que arde y resplandece, y ustedes han querido gozar un instante de su luz.
Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo. Estas obras que yo realizo atestiguan que mi Padre me ha enviado.
Y el Padre que me envió ha dado testimonio de mí. Ustedes nunca han escuchado su voz ni han visto su rostro,
y su palabra no permanece en ustedes, porque no creen al que él envió.
Ustedes examinan las Escrituras, porque en ellas piensan encontrar Vida eterna: ellas dan testimonio de mí,
y sin embargo, ustedes no quieren venir a mí para tener Vida.
Mi gloria no viene de los hombres.
Además, yo los conozco: el amor de Dios no está en ustedes.
He venido en nombre de mi Padre y ustedes no me reciben, pero si otro viene en su propio nombre, a ese sí lo van a recibir.
¿Cómo es posible que crean, ustedes que se glorifican unos a otros y no se preocupan por la gloria que sólo viene de Dios?
No piensen que soy yo el que los acusaré ante el Padre; el que los acusará será Moisés, en el que ustedes han puesto su esperanza.
Si creyeran en Moisés, también creerían en mí, porque él ha escrito acerca de mí.
Pero si no creen lo que él ha escrito, ¿cómo creerán lo que yo les digo?".



COMENTARIO:


  Este Evangelio de san Juan corresponde a la segunda parte del discurso de Jesús, que observamos ayer. El señor sigue dando con sus palabras, testimonio de sí mismo como Hijo del Padre; pero sabe que para ello, según la Ley judía que consta en el Deuteronomio, es necesario el testimonio de dos o más testigos para que lo avalen:

“No será suficiente un solo testigo contra un hombre respecto de cualquier transgresión o pecado. Cualquiera que sea el delito cometido, será válida una causa avalada por el testimonio de dos o más testigos”.


  Y eso hace que les recuerde a los que le escuchan que sus palabras, efectivamente, están avaladas por cuatro testimonios. El primero es el que da Juan Bautista, cuando se encuentra a Jesús en el Jordán:

“Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este es de quien yo dije: “Después de mí viene un hombre que ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo”…He visto el Espíritu que bajaba del cielo y permanecía sobre él. Yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar en agua me dijo: “Sobre el que veas que desciende el Espíritu y permanece sobre él, ese es quien bautiza en el Espíritu Santo” Y yo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios”.


  En segundo lugar está el de los propios milagros, porque esos son las obras que dan testimonio de que el Padre le ha enviado. Son la fuerza de Dios que actúa en Jesús y son signos de otra realidad; de la realidad del Reino de Dios que ya ha llegado. Por eso, todos los milagros son revelación; signos y símbolos de la salvación que nos trae Jesús.
Las obras que las personas realizamos siempre son el fruto de una actitud y una disposición, por eso la importancia de las obras no son ellas en sí mismas, sino que confirman con hechos el ser y el sentir del que las realiza. Cuando el Señor nos dice que como Dios tiene el poder de perdonar los pecados y con ello liberar al cuerpo de sus consecuencias, devolviéndole la salud; lo que nos indica con el milagro es el señorío sobre la vida y la propia muerte; es la realidad de su divinidad. No hacen falta palabras cuando los hechos lo confirman.


  Un tercer testimonio es el del propio Padre celestial, que no sólo habló reafirmando la filiación divina de Jesús en la Transfiguración y el Bautismo del Señor en el Jordán; sino que a través de las obras de Cristo se manifestó el poder de Dios como prueba de la verdad sobre Jesús y su doctrina.


  Y para finalizar, está el testimonio de las Escrituras que, desde el Génesis hasta Macabeos, nos hablan de la venida del Señor. Por eso, todo el Antiguo Testamento, como economía de la salvación, ha preparado la llegada del Redentor universal y de su Reino mesiánico con diversas imágenes que nos descubren, si no se lee la Palabra de Dios con perjuicios, al Cristo en la persona de Jesús de Nazaret.


El Señor termina echando en cara a sus oyentes, la incapacidad que tienen para reconocerlo como Mesías e Hijo de Dios. Y son esas últimas palabras del texto evangélico las que me hacen pensar que bien podrían ir dirigidas a todos aquellos que, en la época actual, son capaces de aceptar ideologías o filosofías venidas de lejos, sin haber conocido e interiorizado la verdad del Evangelio. Que son incapaces de poner en duda la novela de turno que, sin ningún fundamento, se permite dar una teoría fruto de una inventiva truculenta y malintencionada, mientras que se mueven en una duda permanente y en negaciones constantes sobre la historicidad, demostrada, de la Palabra de Dios.
Tal vez el problema sea que el reconocimiento de Jesucristo como el Mesías prometido requiere de nosotros un cambio de vida total. Requiere un compromiso que nos hace amar a Dios sobre todas las cosas, renunciando a la búsqueda de la gloria humana si nos aparta del Señor. Y, sobre todo, no interpretar los textos sagrados de forma interesada; ya que la interpretación de la verdad evangélica se encuentra en el Magisterio de la Iglesia, aunque esa interpretación muchas veces no convenga a nuestros intereses. Como siempre, no es el Señor el que nos da la espalda, si no nosotros que no queremos mirarle de frente.