24 de marzo de 2013

¡Somos Iglesia!

Evangelio según San Juan 11,45-56.
Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él.
Pero otros fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que Jesús había hecho.
Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron un Consejo y dijeron: "¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos.
Si lo dejamos seguir así, todos creerán en él, y los romanos vendrán y destruirán nuestro Lugar santo y nuestra nación".
Uno de ellos, llamado Caifás, que era Sumo Sacerdote ese año, les dijo: "Ustedes no comprenden nada.
¿No les parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca la nación entera?".
No dijo eso por sí mismo, sino que profetizó como Sumo Sacerdote que Jesús iba a morir por la nación,
y no solamente por la nación, sino también para congregar en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos.
A partir de ese día, resolvieron que debían matar a Jesús.
Por eso él no se mostraba más en público entre los judíos, sino que fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y allí permaneció con sus discípulos.
Como se acercaba la Pascua de los judíos, mucha gente de la región había subido a Jerusalén para purificarse.
Buscaban a Jesús y se decían unos a otros en el Templo: "¿Qué les parece, vendrá a la fiesta o no?".



COMENTARIO:


  Como vemos en este Evangelio de Juan, el Señor sigue siendo un signo de contradicción para aquellos que le siguen: unos creen y otros le denuncian.
Antes de pasar a los siguientes puntos de meditación, quiero resaltar esta circunstancia que nos presenta las distintas actitudes de las personas ante la evidencia de una misma realidad.
Jesús había resucitado a Lázaro que, como remarca el evangelista, ya olía mal. Esta apreciación no es una forma literaria gratuita, sino la afirmación de un hecho que no se puede rebatir: es el efecto de un cuerpo que ya se estaba descomponiendo. Pues bien, los que no quisieron creer ante el hecho que se presentaba como sobrenatural, argumentaron que el amigo de Jesús no estaba muerto sino cataléptico y continuaron con su mente y su corazón cerrados a la verdad de Dios. Cierto es que aceptar ese milagro reclamaba, de forma inmediata, un cambio radical en su vida que no estaban dispuestos a efectuar. Por eso el Señor nos advierte que la fe nunca es producto del milagro, sino de poner la confianza, el amor y la esperanza en aquel que pronuncia la Palabra; y los hechos sólo son la confirmación, por parte de Dios, del mensaje revelado.


  Caifás, ante el miedo a perder su poder y su posición, toma una decisión que, sin saberlo, confirmará la fundación del Nuevo Israel, del Nuevo Pueblo de Dios: la Iglesia.
Él, que será el último pontífice de la Antigua Alianza, profetiza la investidura del Sumo Sacerdote de la Nueva, Jesucristo, sellándola con su sangre –como se confirmaban las alianzas en la tradición bíblica de Israel- y reuniendo a todos los hijos de Dios que estaban dispersos. Caifás anuncia que un solo Hombre, Ése que el desconoce que es el Hijo de Dios, morirá por todo el pueblo. Y con su muerte en la cruz, atraerá a todos aquellos creyentes que, israelitas o no, están invitados a formar un único pueblo que se extenderá por todo el mundo a través de todos los tiempos. Recordemos las palabras de dos de los profetas, Isaías y Jeremías, que anunciaron este hecho siglos antes:

“No temas, que Yo estoy contigo:
De Oriente haré venir tu estirpe,
Y de Occidente te congregaré” (Is 43,5)

“Congregaré los restos de mis ovejas de todas las tierras a donde las expulsé, y las haré volver a sus pastos para que crezcan y se multipliquen. Pondré sobre ellas pastores que las apacienten, para que no teman más, ni
se espanten, ni falte ninguna
–oráculo del Señor-
Mirad que vienen días
-oráculo del Señor-,
En que suscitaré a David un brote justo,
Que rija como rey y sea prudente,
Y ejerza el derecho y la justicia en la tierra.”(Jr 23, 3-5)


  De esta manera se cumple el designio de Dios que creó en un principio una única naturaleza humana de la que formamos parte todos; y es en esa naturaleza humana, que el Verbo asumió de María Santísima, donde cada uno de nosotros está representado y es redimido a través de la entrega voluntaria de su sacrificio redentor. Somos un solo Cuerpo con Cristo; somos Iglesia. Y por eso nos unimos desde España con nuestros hermanos de la India, de Roma o de la China, sufriendo por ellos y alegrándonos con ellos; ya que todos los cristianos formamos una unidad como miembros del Hijo de Dios.


  Nos dice el Evangelio que el Señor, que sabía las intenciones de los miembros del Sanedrín, se retiró a “Efraím”. En realidad desconocemos con certeza donde se encontraba ese lugar; algunos lo sitúan a unos veinte kilómetros al Noroeste de Jerusalén. Pero de lo que sí estamos seguros es de que el Señor no se retiró por miedo, sino que lo hizo a la espera del momento preciso –que será el de la Pascua judía, donde los israelitas celebraban la liberación de la esclavitud en Egipto, a través de la sangre del cordero- donde el Señor asumirá en Sí mismo esa liberación del género humano sobre el pecado y la muerte eterna derramando su santísima sangre como verdadera y definitiva Pascua de salvación.