30 de marzo de 2013

¡Señor, soy tuyo!

Evangelio según San Juan 18,1-40.19,1-42.

Después de haber dicho esto, Jesús fue con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón. Había en ese lugar una huerta y allí entró con ellos.
Judas, el traidor, también conocía el lugar porque Jesús y sus discípulos se reunían allí con frecuencia.
Entonces Judas, al frente de un destacamento de soldados y de los guardias designados por los sumos sacerdotes y los fariseos, llegó allí con faroles, antorchas y armas.
Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les preguntó: "¿A quién buscan?".
Le respondieron: "A Jesús, el Nazareno". El les dijo: "Soy yo". Judas, el que lo entregaba, estaba con ellos.
Cuando Jesús les dijo: "Soy yo", ellos retrocedieron y cayeron en tierra.
Les preguntó nuevamente: "¿A quién buscan?". Le dijeron: "A Jesús, el Nazareno".
Jesús repitió: "Ya les dije que soy yo. Si es a mí a quien buscan, dejEn que estos se vayan".
Así debía cumplirse la palabra que él había dicho: "No he perdido a ninguno de los que me confiaste".
Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. El servidor se llamaba Malco.
Jesús dijo a Simón Pedro: "Envaina tu espada. ¿ Acaso no beberé el cáliz que me ha dado el Padre?".
El destacamento de soldados, con el tribuno y los guardias judíos, se apoderaron de Jesús y lo ataron.
Lo llevaron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, Sumo Sacerdote aquel año.
Caifás era el que había aconsejado a los judíos: "Es preferible que un solo hombre muera por el pueblo".
Entre tanto, Simón Pedro, acompañado de otro discípulo, seguía a Jesús. Este discípulo, que era conocido del Sumo Sacerdote, entró con Jesús en el patio del Pontífice,
mientras Pedro permanecía afuera, en la puerta. El otro discípulo, el que era conocido del Sumo Sacerdote, salió, habló a la portera e hizo entrar a Pedro.
La portera dijo entonces a Pedro: "¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?". El le respondió: "No lo soy".
Los servidores y los guardias se calentaban junto al fuego, que habían encendido porque hacía frío. Pedro también estaba con ellos, junto al fuego.
El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su enseñanza.
Jesús le respondió: "He hablado abiertamente al mundo; siempre enseñé en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada en secreto.
¿Por qué me interrogas a mí? Pregunta a los que me han oído qué les enseñé. Ellos saben bien lo que he dicho".
Apenas Jesús dijo esto, uno de los guardias allí presentes le dio una bofetada, diciéndole: "¿Así respondes al Sumo Sacerdote?".
Jesús le respondió: "Si he hablado mal, muestra en qué ha sido; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?".
Entonces Anás lo envió atado ante el Sumo Sacerdote Caifás.
Simón Pedro permanecía junto al fuego. Los que estaban con él le dijeron: "¿No eres tú también uno de sus discípulos?". El lo negó y dijo: "No lo soy".
Uno de los servidores del Sumo Sacerdote, pariente de aquel al que Pedro había cortado la oreja, insistió: "¿Acaso no te vi con él en la huerta?".
Pedro volvió a negarlo, y en seguida cantó el gallo.
Desde la casa de Caifás llevaron a Jesús al pretorio. Era de madrugada. Pero ellos no entraron en el pretorio, para no contaminarse y poder así participar en la comida de Pascua.
Pilato salió a donde estaban ellos y les preguntó: "¿Qué acusación traen contra este hombre?". Ellos respondieron:
"Si no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos entregado".
Pilato les dijo: "Tómenlo y júzguenlo ustedes mismos, según la Ley que tienen". Los judíos le dijeron: "A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie".
Así debía cumplirse lo que había dicho Jesús cuando indicó cómo iba a morir.
Pilato volvió a entrar en el pretorio, llamó a Jesús y le preguntó: "¿Eres tú el rey de los judíos?".
Jesús le respondió: "¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?".
Pilato replicó: "¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?".
Jesús respondió: "Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí".
Pilato le dijo: "¿Entonces tú eres rey?". Jesús respondió: "Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz".
Pilato le preguntó: "¿Qué es la verdad?". Al decir esto, salió nuevamente a donde estaban los judíos y les dijo: "Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo.
Y ya que ustedes tienen la costumbre de que ponga en libertad a alguien, en ocasión de la Pascua, ¿quieren que suelte al rey de los judíos?".
Ellos comenzaron a gritar, diciendo: "¡A él no, a Barrabás!". Barrabás era un bandido.
Pilato mandó entonces azotar a Jesús.
Los soldados tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo revistieron con un manto rojo,
y acercándose, le decían: "¡Salud, rey de los judíos!", y lo abofeteaban.
Pilato volvió a salir y les dijo: "Miren, lo traigo afuera para que sepan que no encuentro en él ningún motivo de condena".
Jesús salió, llevando la corona de espinas y el manto rojo. Pilato les dijo: "¡Aquí tienen al hombre!".
Cuando los sumos sacerdotes y los guardias lo vieron, gritaron: "¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!". Pilato les dijo: "Tómenlo ustedes y crucifíquenlo. Yo no encuentro en él ningún motivo para condenarlo".
Los judíos respondieron: "Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir porque él pretende ser Hijo de Dios".
Al oír estas palabras, Pilato se alarmó más todavía.
Volvió a entrar en el pretorio y preguntó a Jesús: "¿De dónde eres tú?". Pero Jesús no le respondió nada.
Pilato le dijo: "¿No quieres hablarme? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y también para crucificarte?".
Jesús le respondió: " Tú no tendrías sobre mí ninguna autoridad, si no la hubieras recibido de lo alto. Por eso, el que me ha entregado a ti ha cometido un pecado más grave".
Desde ese momento, Pilato trataba de ponerlo en libertad. Pero los judíos gritaban: "Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace rey se opone al César".
Al oír esto, Pilato sacó afuera a Jesús y lo hizo sentar sobre un estrado, en el lugar llamado "el Empedrado", en hebreo, "Gábata".
Era el día de la Preparación de la Pascua, alrededor del mediodía. Pilato dijo a los judíos: "Aquí tienen a su rey".
Ellos vociferaban: "¡Que muera! ¡Que muera! ¡Crucifícalo!". Pilato les dijo: "¿Voy a crucificar a su rey?". Los sumos sacerdotes respondieron: "No tenemos otro rey que el César".
Entonces Pilato se lo entregó para que lo crucificaran, y ellos se lo llevaron.
Jesús, cargando sobre sí la cruz, salió de la ciudad para dirigirse al lugar llamado "del Cráneo", en hebreo "Gólgota".
Allí lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado y Jesús en el medio.
Pilato redactó una inscripción que decía: "Jesús el Nazareno, rey de los judíos", y la hizo poner sobre la cruz.
Muchos judíos leyeron esta inscripción, porque el lugar donde Jesús fue crucificado quedaba cerca de la ciudad y la inscripción estaba en hebreo, latín y griego.
Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: "No escribas: 'El rey de los judíos', sino: 'Este ha dicho: Yo soy el rey de los judíos'.
Pilato respondió: "Lo escrito, escrito está".
Después que los soldados crucificaron a Jesús, tomaron sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron también la túnica, y como no tenía costura, porque estaba hecha de una sola pieza de arriba abajo,
se dijeron entre sí: "No la rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca". Así se cumplió la Escritura que dice: Se repartieron mis vestiduras y sortearon mi túnica. Esto fue lo que hicieron los soldados.
Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.
Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: "Mujer, aquí tienes a tu hijo".
Luego dijo al discípulo: "Aquí tienes a tu madre". Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa.
Después, sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la Escritura se cumpliera hasta el final, Jesús dijo: Tengo sed.
Había allí un recipiente lleno de vinagre; empaparon en él una esponja, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca.
Después de beber el vinagre, dijo Jesús: "Todo se ha cumplido". E inclinando la cabeza, entregó su espíritu.
Era el día de la Preparación de la Pascua. Los judíos pidieron a Pilato que hiciera quebrar las piernas de los crucificados y mandara retirar sus cuerpos, para que no quedaran en la cruz durante el sábado, porque ese sábado era muy solemne.
Los soldados fueron y quebraron las piernas a los dos que habían sido crucificados con Jesús.
Cuando llegaron a él, al ver que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas,
sino que uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua.
El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean.
Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura que dice: No le quebrarán ninguno de sus huesos.
Y otro pasaje de la Escritura, dice: Verán al que ellos mismos traspasaron.
Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús -pero secretamente, por temor a los judíos- pidió autorización a Pilato para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo.
Fue también Nicodemo, el mismo que anteriormente había ido a verlo de noche, y trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos.
Tomaron entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas, agregándole la mezcla de perfumes, según la costumbre de sepultar que tienen los judíos.
En el lugar donde lo crucificaron había una huerta y en ella, una tumba nueva, en la que todavía nadie había sido sepultado.
Como era para los judíos el día de la Preparación y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.



COMENTARIO:

 
  Este Evangelio de san Juan, largo y detallado, nos tiene que servir para meditar con detenimiento los momentos más importantes de nuestra identidad como cristianos. Ha llegado el momento para Jesús de manifestar con hechos, lo que tantas veces nos ha transmitido con palabras: que por amor a los hombres, el Señor va a unir su voluntad a la del Padre, entregándose al sufrimiento y ofreciendo todo aquello que su Humanidad Santísima ha podido valorar. Nada quedará en Él ni para Él: el abandono, la soledad, la injusticia…Todo entregado, hasta la última gota de su sangre, como rescate para que cada uno de nosotros recupere la vida que perdió al someterse al pecado.

 
  El evangelista nos especifica cada momento y circunstancia importante que debe ser, para nosotros, ejemplo y acicate  en nuestra vida de fe. Comienza con el primero de los cinco escenarios en los que va a acontecer la Pasión del Señor. Es en el Huerto de Getsemaní, al otro lado del torrente Cedrón, donde van a prender a Jesús. El texto evoca el salmo 56: “Retrocederán mis enemigos el día que yo invoque” y es en esos momentos donde los soldados caerán a tierra, observándose con claridad la majestad de Cristo, que no se deja prender, sino que se entrega libre y voluntariamente para cumplir la misión redentora que el Padre le ha encomendado. Aquí ya tenemos uno de los primeros puntos de meditación importantes para esta Semana Santa: Hay que aceptar la voluntad de Dios con la docilidad con que Jesús aceptó su Pasión. Cierto que a veces da miedo, y que solos no podremos; pero con la Gracia de los Sacramentos que Jesús ganó para nosotros en la Cruz, nada podrá detenernos.

 
  El segundo escenario de la Pasión es la casa de Anás. Jesús llega atado, como atado fue Isaac para ser ofrecido en sacrificio. Llega sumiso y preparado para defender que su predicación ha sido pública y notoria; por lo que todos han podido escuchar sus palabras y contemplar sus milagros, y que si siguen atribuyéndole algo oculto y siniestro es porque sus ojos y sus oídos están cerrados a la verdad de Dios. Hoy sigue ocurriendo lo mismo. La Iglesia es perseguida y ridiculizada, porque los hombres siguen sin querer aceptar la Palabra que les afrenta a su forma de ser, de vivir, recordándoles que, por más que quieran, no son señores de sí mismos sino criaturas dependientes del amor de Dios. Aunque Juan narra con más brevedad que los sinópticos las negaciones de Pedro, es éste capítulo un bálsamo para todos aquellos cristianos que, como el Apóstol, caemos un montón de veces y, como él, nos levantamos arrepentidos para entregarle nuestra debilidad al Señor y así poder caminar, junto a Él, hasta asirnos al madero –si esta es su voluntad- compartiendo su destino. Ese destino que Jesús nos tiene preparado y que, sea el que sea, con su Gracia seremos capaces de cumplir.

 
  El tercer escenario que nos encontramos es el proceso que tiene lugar ante Pilatos y al que Juan le da un mayor relieve. Es aquí, ante el rechazo de los judíos y la cobardía del Pretor romano, donde Cristo reconoce que Él es Rey. Un rey que aceptará con sumisión una corona de espinas, un manto púrpura y un maltrato inimaginable; porque su realeza no es de este mundo, sino que pertenece al Reino de la Verdad, la Vida, la Santidad y la Gracia. Porque Éste es el verdadero Rey que da su vida para salvar la de sus súbditos; que la entrega para liberar a sus miembros de la muerte eterna. Y en su horror se manifestará la grandeza del Hijo de Dios que asume todo el sufrimiento para la redención de nuestros pecados. Hace notar san Juan que a la hora que condenaron a Jesús, era la hora en la que se inmolaba el cordero pascual en la fiesta judía; evidenciando el paralelismo existente entre el sacrificio de la Pascua y el que tendrá lugar en la Cruz. Sí; Jesús es condenado porque Pilatos, como muchos de nosotros, ha cedido al chantaje de la mayoría y no ha sabido salir en defensa del Maestro. Aquí, cada uno, debe hacer un examen de conciencia preguntándonos cuantas veces hemos recurrido, como el Pretor,  a la prudencia para evitar posibles dificultades, enviando al Señor otra vez a la muerte por nuestros pecados. Es hora, en esta Semana Santa, de prometerle al Señor que nunca más volveremos a traicionarlo; que nunca más volveremos a tener miedo o vergüenza de gritar con fuerza que es nuestro Rey, nuestro Dios y nuestro Hermano.

 
  Aquí tenemos un cuarto escenario de este drama divino que estamos viviendo, y es el del Calvario. Ese lugar, una antigua cantera en forma de Calavera a las afueras de Jerusalén, donde culminará el doloroso camino de Nuestro Señor Jesucristo, que va arrastrando la cruz sobre su espalda llagada. Esa Cruz pesada, que destroza los hombros del Maestro y, que sólo en un corto espacio de tiempo, encontrará a alguien que quiera compartirla con Él. Cada uno de nosotros debe ser, como Simón de Cirene, ese costalero dispuesto a repartir sobre sí  el peso redentor de la cruz de Cristo. Cada uno de nosotros debe, por amor, asir con fuerza su sufrimiento y uniéndolo al del Hijo de Dios, hacernos uno por amor a Dios. Cada uno de nosotros debe ser otro Cristo con Cristo en el dolor de la crucifixión.

 
  Y es ahí, en la escena de la crucifixión, donde se recapitula y condensa la vida y la doctrina de Jesús. Aquí la túnica no rasgada simboliza la unidad de la Iglesia naciente. Las palabras del Señor a María Santísima, declarándola como Madre espiritual de todos sus hijos representados en el discípulo amado, la introducen de un modo nuevo en la obra de la salvación que en esos momentos recibe su culminación. El agua que brota del costado de Cristo, como símbolo de los creyentes que se incorporarán a la Iglesia, a través de las aguas del Bautismo, que los limpiará del pecado original; de ese costado amoroso donde surgen los Sacramentos cristianos que nos introducirán en la vida divina recuperada por el sacrificio de Nuestro Señor. Allí, en esa Cruz de madera termina el relato de la Pasión donde Juan evoca, recordando un texto profético de Zacarías, que la promesa divina de la Redención se ha cumplido en la salvación realizada por Jesucristo.

 
  Pero todavía queda un quinto escenario que para nosotros tiene una relevancia especial. Es en estos momentos terribles, donde parece que Cristo ha sido vencido, donde el sacrificio del Señor comienza a dar sus frutos y aquellos que tenían miedo se confiesan, con hechos y valientemente, discípulos de Jesús. Cuidan del Cuerpo muerto del Maestro con extremada delicadeza y generosidad, dando lo mejor de sí mismos y de lo que tienen, para intentar responder a ese Amor que ha dado testimonio de  su palabra con la coherencia de su cruz. Como José de Arimatea, tú y yo debemos sacudirnos el miedo, la vergüenza y la pereza. Debemos poner lo poco que somos al servicio de Dios y repetir, mirando el Cuerpo ensangrentado de Jesús que yace en los brazos de su Madre: ¡Señor, soy tuyo! Y si Tú me dejas y me ayudas, lo seré siempre; en cualquier tiempo y lugar, en cualquier momento y condición.