1 de marzo de 2013

¡Los mejores frutos!

Evangelio según San Mateo 21,33-43.45-46.

Escuchen otra parábola: Un hombre poseía una tierra y allí plantó una viña, la cercó, cavó un lagar y construyó una torre de vigilancia. Después la arrendó a unos viñadores y se fue al extranjero.
Cuando llegó el tiempo de la vendimia, envió a sus servidores para percibir los frutos.
Pero los viñadores se apoderaron de ellos, y a uno lo golpearon, a otro lo mataron y al tercero lo apedrearon.
El propietario volvió a enviar a otros servidores, en mayor número que los primeros, pero los trataron de la misma manera.
Finalmente, les envió a su propio hijo, pensando: 'Respetarán a mi hijo'.
Pero, al verlo, los viñadores se dijeron: "Este es el heredero: vamos a matarlo para quedarnos con su herencia".
Y apoderándose de él, lo arrojaron fuera de la viña y lo mataron.
Cuando vuelva el dueño, ¿qué les parece que hará con aquellos viñadores?".
Le respondieron: "Acabará con esos miserables y arrendará la viña a otros, que le entregarán el fruto a su debido tiempo".
Jesús agregó: "¿No han leído nunca en las Escrituras: La piedra que los constructores rechazaron ha llegado a ser la piedra angular: esta es la obra del Señor, admirable a nuestros ojos?
Por eso les digo que el Reino de Dios les será quitado a ustedes, para ser entregado a un pueblo que le hará producir sus frutos".
Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír estas parábolas, comprendieron que se refería a ellos.
Entonces buscaron el modo de detenerlo, pero temían a la multitud, que lo consideraba un profeta.



COMENTARIO:


  San Mateo nos transmite una parábola de Jesús, la de los viñadores homicidas, que está íntimamente unida a la de los dos hijos. En ambas, se refiere el Señor al rechazo de Israel a su Dios y a la decisión divina de crear un nuevo pueblo.
En concreto, este evangelio es como un compendio de la historia de la salvación; donde Nuestro Señor nos refiere a Israel como a esa viña escogida por Dios que, pese a todos los cuidados requeridos, es incapaz de dar buenos frutos.


  Tal vez el dueño, al mandar a sus siervos a recoger la cosecha, se hubiera contentado con poco, a la espera de que, en otro momento, ésta hubiera sido mejor. Pero los labradores ni siquiera quisieron entregar ese poco que tenían, apaleando a los enviados y considerándose señores de la porción que gozaban en usufructo.
Está clara la alegoría que Jesús presenta con sus palabras: estos viñadores encargados por Dios del cuidado de su pueblo, simbolizan las clases dirigentes de Israel.
Durante mucho tiempo, el Señor envió a sus profetas, intentando que los israelitas no endurecieran su corazón y volvieran sus ojos hacia Él; reconociendo que sólo en la identificación del querer del Pueblo con la voluntad divina, estaba el secreto de la Alianza que comenzó, siglos atrás, con los Patriarcas.


  Al final, continúa la parábola explicándonos cómo el dueño, con amor y paciencia, supuso que los viñadores respetarían la presencia de su Hijo único, con todo lo que ello representaba. Y bastante conocemos todos, lo que la historia sagrada nos ha transmitido sobre la actuación del pueblo de Israel  ante la realidad del Verbo encarnado.
Cómo los escribas y fariseos dirigieron el querer, manipulando la verdad, de aquellos israelitas que clamaron la muerte de Jesús; cuando días antes, con ramas de olivo, lo alababan como el Hijo de Dios. Cómo los judíos, que escucharon la Palabra, hicieron oídos sordos, porque el mensaje transmitido no les convenía; silenciando, con el dolor y la muerte, los labios del tan esperado Mesías.
Por eso el mismo Dios, ante tanta rebeldía, no tiene más remedio que entregar su viña a un nuevo pueblo; formado por la apertura, de aquellos judíos fieles a los designios divinos, a todos los hombres de la tierra. Ese Pueblo que nacerá en Pentecostés, regado por la sangre de Cristo, y cuyos miembros serán todos los bautizados en Jesucristo: la Iglesia.


  Si alguna vez nosotros sospesáramos la importancia que contiene el hecho de ser cristiano; el haber sido elegido, desde toda la eternidad, como miembro preferencial –para eso fuimos creados- de la familia de Dios; yo creo que nuestra actitud cambiaría.
Pertenecemos a la Iglesia de Cristo porque somos Iglesia, y junto a ella debemos caminar por los senderos de la tierra; labrándola, cuidándola, preparándola con cariño para cuando el Señor quiera plantar la semilla.
Esa es nuestra vida: la vida de un hijo de Dios dispuesto a ofrecer los mejores frutos, cuando el dueño de la viña venga, por fin, a recogerlos.