2 de marzo de 2013

¡El Señor nos devuelve al hogar!

Evangelio según San Lucas 15,1-3.11-32.

Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo.
Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos".
Jesús les dijo entonces esta parábola:
Jesús dijo también: "Un hombre tenía dos hijos.
El menor de ellos dijo a su padre: 'Padre, dame la parte de herencia que me corresponde'. Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.
Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones.
Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos.
El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba.
Entonces recapacitó y dijo: '¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!
Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti;
ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros'.
Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo: 'Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo'.
Pero el padre dijo a sus servidores: 'Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies.
Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos,
porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado'. Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza.
Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso.
El le respondió: 'Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo'.
El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara,
pero él le respondió: 'Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos.
¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!'.
Pero el padre le dijo: 'Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.
Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado'".



COMENTARIO:


  San Lucas, que es considerado el evangelista que trata con más detalle la misericordia divina en las enseñanzas de Cristo, recoge en una de las parábolas más bellas de Jesús, la del Hijo Pródigo, la grandeza del corazón de Dios. En ésta, junto a la de la oveja y la dracma perdida,  se describe gráficamente el infinito y paternal desvelo de Nuestro Señor por cada uno de nosotros; y la inmensa alegría que le supone, la conversión de un pecador.


  En toda la parábola, que ahora desgranaré poco a poco, se pone de relieve el punto crucial que da sentido a todo lo sucedido: la conversión.
En el pasaje se escenifica la actitud del hijo menor, que es casi un modelo perfecto del proceso del pecador: la fascinación de una libertad ilusoria; el abandono de la casa paterna; la marcha a un país lejano donde no puede cumplir con los deberes de piedad con Dios ni con los suyos y finalmente, la vida con los cerdos, que para un judío era la situación más impura y vejatoria que se pudiera imaginar.
Creo que casi todos nosotros nos hemos podido sentir, más o menos, identificados con este muchacho en algún momento de nuestra vida. Ese hijo es, en cierto sentido, el hombre de todos los tiempos; comenzando por el primero que perdió la herencia de la Gracia y la justicia original.


  Porque en realidad el pecado, no es sólo la desobediencia a Dios, sino la ruptura de una alianza de amor que el Señor estableció en nuestra alma, desde el mismo momento de la creación. Alejarnos de Dios comporta la miseria extrema, la humillación profunda de no ser capaces de vivir según la dignidad que nos ha sido dada. El vicio, la mentira, el deseo desenfrenado de bienes materiales nos hunde en una espiral donde la pérdida de lo sobrenatural nos condena a una vida animal sin sentido, que elimina la paz interior.
Por eso Jesús nos recuerda, con sus palabras, que es bueno reflexionar sobre los bienes perdidos, y al darnos cuenta de lo lejos que estamos del lugar donde no debimos partir, reconocemos nuestras miserias y arrepentidos retomamos el camino de vuelta.
Ese camino es la conversión: la actitud del alma donde el ser humano, en su conciencia, reconoce la pérdida de su dignidad como hijo de Dios y, con humildad, clama a su Padre para que le abra, a través de los Sacramentos, la puerta de su corazón.


  Y es ahí donde Lucas se recrea en las palabras de Jesús al mostrarnos, no sólo el perdón, sino el amor misericordioso de Aquel que no tiene medida en la caridad; que se excede.
Dios es el primero que nos busca, que sale a nuestro encuentro, a la espera de que deseemos regresar. Pero cuando nos vislumbra en la lejanía, rotos y malparados por el pecado, corre para sujetarnos y devolvernos al hogar. Su Gracia nos inunda, nos reconforta y nos convence de que nuestras faltas no han sido sólo perdonadas, borradas u olvidadas; sino que para Él, es como si no hubieran existido jamás. Claros ejemplos tenemos de conversiones profundas que han dado pilares de santidad, como san Pablo a san Agustín, por citar algunos.
Creo que no hay muestra más clara para corroborar lo que Dios es capaz de hacer por amor al hombre, que el propio misterio de la Redención, donde para salvarnos sacrificó a su propio Hijo, Jesucristo.


  Pero la parábola también se detiene en otro personaje: ese hijo mayor que se siente ofendido por el gesto de su Padre.
En el contexto histórico del Evangelio, esa actitud denota la posición de algunos judíos que, teniéndose por justos, se sentían menospreciados por la conducta de Jesús con los pecadores. No podemos olvidar que todo hombre es también ese hermano mayor; porque el egoísmo endurece el corazón y, a veces, la práctica habitual de la vida cristiana nos puede hacer creer que nosotros estamos en un plano superior ante aquellos hermanos que se hallan alejados de la fe.
El Señor nos urge a que examinemos nuestro corazón y, desde él, sintamos la necesidad de partir con Cristo por el camino de la Verdad al encuentro de todos aquellos que, heridos por la vida, buscan un camino donde regresar. Su encuentro debe ser nuestra alegría.