13 de abril de 2013

Génesis

GÉNESIS

   En ese primer libro de la Biblia se nos muestra cómo actuó Dios en el comienzo del mundo, de las naciones y, sobre todo, en el comienzo del pueblo de Israel. Sólo la acción de Dios da la explicación última de las realidades y de la historia que el autor conoce; no se trata, por tanto, de una explicación científica de las cosas, ya que no es esa la motivación que mueve al hagiógrafo que se encuentra bajo la inspiración del Espíritu Santo, sino de dar razones religiosas y teológicas. Esa premisa conviene tenerla presente para comprender con rectitud el mensaje del libro, ya que su olvido y la lectura literal han dado graves disgustos en el tiempo y en la historia.

   Hay que tener en cuenta que Israel no era un pueblo que viviera aislado de sus vecinos sino que, muy al contrario, esos otros pueblos les legaban costumbres, razones y mitos; como fue el caso de Mesopotamia, Egipto y Canaán. Hoy en día la palabra mito tiene un contexto despectivo que se relaciona con la mentira y la superstición; pero en realidad, desde la antigüedad, ha significado que son expresiones simbólicas de realidades que no podían ser expresadas en un lenguaje racional, ni ser encerradas en la categoría de la historia normal acontecida en el tiempo.

   Así, de esta manera, los pueblos que rodeaban al antiguo Israel explicaban, mediante historias mitológicas, el origen del mundo y del hombre y el actuar de las fuerzas de la naturaleza. El pueblo elegido, que tenía una íntima relación con los pueblos vecinos, no rechazó sistemáticamente la cultura de esos pueblos con los que se relacionaba, sino que, sabiamente, supo recoger las riquezas que se escondían en su entorno cultural. Poco a poco los autores sagrados hicieron una selección de los elementos literarios que podían servir para explicar, de modo adecuado e inteligible a la sensibilidad de sus contemporáneos, el mensaje original que el Espíritu Santo quería transmitir por medio de sus escritos al pueblo de Israel; y a través de su experiencia religiosa, a toda la humanidad.

   Para expresar el misterio de los orígenes, la Biblia se sirvió en gran medida de ese lenguaje, tan importante en la antigüedad, despojándolo de su carácter politeísta y ritual, para impregnarlo de la fe en el Dios único. En la primera parte, que es la creación y la primera etapa de la humanidad (1,1-11,26) se revelan propiamente verdades de orden religioso a través de ese carácter simbólico; mientras que en los once capítulos siguientes se enseña lo concerniente a los orígenes dando al mismo tiempo una explicación de la realidad presente que contesta hoy, igual que ayer, a todas las preguntas  que sobre sí mismo se hace el ser humano. Tal explicación supone la fe en el Dios único, que se ha revelado en la historia y que no procede de las instituciones religiosas subyacentes en los mitos de los pueblos vecinos de Israel sino de la relación personal de Dios con su pueblo, y con la que se expresan verdades fundamentales sobre el mundo y sobre el hombre: la creación del mundo y del hombre por Dios; la dignidad humana y la existencia del mal debida al pecado, con la promesa implícita de una futura Redención.

   Génesis nos muestra que Dios ha creado el mundo con toda su riqueza y orden admirables; que cuando finaliza el trabajo se dice que “vio Dios que era bueno” ya que las criaturas reflejan la sabiduría y la bondad divina. El ser humano, hombre y mujer, es la cumbre de la creación porque están hechos a imagen y semejanza de Dios; llamados a vivir en amistad con Él respetando el orden propio de las cosas –que lo tienen- y por tanto sometidos  libremente a su creador. Ese es el sentido profundo de lo que el relato bíblico expresa en lenguaje mitológico, como es la prohibición al hombre de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal: que el hombre depende del Creador y que está sometido a las leyes de la creación y al orden establecido en ella; ya que el ser humano no es dueño de nada, sino usufructuario de todo, y del buen uso que haga de los medios puestos por Dios a su alcance, dependerá su propia felicidad.

   Pero con el pecado se rompió la armonía original; sin embargo, Dios no abandonó al hombre tras su caída y le anunció, de modo misterioso, la victoria sobre el mal y la venida de un descendiente de la Mujer sobre la serpiente, tras duro combate: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisaré la cabeza mientras tú su calcañar” (Gen 3,15). Esa salvación anunciada ya desde el principio, se va realizando en una serie de etapas:

  • La primera de las cuales es la historia de los orígenes, en concreto la alianza con Noé, después del diluvio, que es el punto de partida de la atención divina a las “naciones”, esto es a los hombres agrupados “según su país, según su lengua y según su clan” (Gen 10,5)

  • La segunda parte del Génesis (11,27-50,26) tiene un tono muy distinto, ya que la historia de los patriarcas, mucho antes de que se comenzara a poner por escrito, se contaba de padres a hijos narrando los avatares y los orígenes que exaltaban a sus antepasados, con un lenguaje épico o poético, propio de las tribus o los clanes israelitas. Ese género literario tan particular se denominó “sagas”; y a pesar de no poderse constatar, reflejan perfectamente el ambiente, las costumbres y condiciones de la vida en Canaán desde el siglo XVIII a. C. que hemos descubierto a través de la arqueología. Todo lo narrado en la historia de los patriarcas delata contextos geográficos e históricos determinables, que han sido de gran valor para los historiadores; ya que con estos y otros materiales de tradición oral antiquísima, se elaboró la historia de los patriarcas, cuyo escenario fue el Medio-Oriente (Mesopotamia, Palestina y Egipto) donde florecieron las civilizaciones más antiguas. Los once primeros capítulos del Génesis son como una introducción para presentar la figura de Abrahán con quien, según el libro, la historia toma un nuevo giro marcado por la llamada de Dios y la obediencia del hombre, secundada por el patriarca con la aceptación del sacrificio de su hijo Isaac. De esta manera, la promesa hecha a Abraham de que será padre de una numerosa muchedumbre que recibirá en posesión la tierra de Canaán, como fruto de la fe que creyó contra toda esperanza, inagura la economía de la salvación. A través de esa promesa se inicia la formación del Pueblo de Dios por el patriarca, mediante una obediencia tal que, como hemos comentado, llegó incluso a aceptar la muerte de su propio hijo (Gen 17, 4-8); siendo esa obediencia la piedra de toque de la confianza que Abraham había depositado en las promesas recibidas de Dios.

   Génesis y la historia de los patriarcas nos muestran como el mundo, una vez creado, es librado del caos originario por la Palabra de Dios y, por esa misma Palabra, Abrahán y con él Israel son la primicia de la humanidad liberada de la idolatría y la confusión reflejada en Babel, a través de la elección por parte de Dios. El Nuevo Testamento ratifica en Jesucristo - la Palabra hecha carne-  el valor perenne del Génesis, iluminando los simbolismos con el cumplimiento de las promesas y comprendiendo que la promesa que Dios hizo a Abrahán se refería, en último término, a la verdadera descendencia que son todos aquellos que tienen fe en Cristo: los bautizados en el Señor, el Pueblo de Dios, la Iglesia. Desde la Redención, llevada a cabo por Jesús a través de María, se ve el alcance del compromiso de salvación que Dios hizo a nuestros primeros padres, así como comprendemos que la felicidad plena del hombre sólo se encuentra junto a Dios, de la que el paraíso terrenal era una expresión simbólica.